«El último en confesarse fue Paco.
―En mala hora lo veo a usted ―dijo al cura con una voz que mosén Millán no le había oído nunca―. Pero usted me conoce, mosén Millán. Usted sabe quién soy.
―Sí, hijo.
―Usted me prometió que me llevarían a un tribunal y me juzgarían.
―Me han engañado a mí también. ¿Qué puedo hacer? Piensa, hijo, en tu alma, y olvida, si puedes, todo lo demás.
―¿Por qué me matan? ¿Qué he hecho yo? Nosotros no hemos matado a nadie. Diga usted que yo no he hecho nada. Usted sabe que soy inocente, que somos inocentes los tres.
―Sí, hijo. Todos sois inocentes; pero ¿qué puedo hacer yo?
―Si me matan por haberme defendido en las Pardinas, bien. Pero los otros dos no han hecho nada.
Paco se agarraba a la sotana de mosén Millán, y repetía: “No han hecho nada, y van a matarlos. No han hecho nada”. Mosén Millán, conmovido hasta las lágrimas, decía:
―A veces, hijo mío, Dios permite que muera un inocente. Lo permitió de su propio Hijo, que era más inocente que vosotros tres.
Paco, al oír estas palabras, se quedó paralizado y mudo. El cura tampoco hablaba. Lejos, en el pueblo, se oían ladrar perros y sonaba una campana. Desde hacía dos semanas no se oía sino aquella campana día y noche. Paco dijo con una firmeza desesperada:
―Entonces, si es verdad que no tenemos salvación, mosén Millán, tengo mujer. Está esperando un hijo. ¿Qué será de ella? ¿Y de mis padres?
Hablaba como si fuera a faltarle el aliento, y le contestaba mosén Millán con la misma prisa enloquecida, entre dientes. A veces pronunciaban las palabras de tal manera, que no se entendían, pero había entre ellos una relación de sobrentendidos. Mosén Millán hablaba atropelladamente de los designios de Dios, y al final de una larga lamentación preguntó:
―¿Te arrepientes de tus pecados?
Paco no lo entendía. Era la primera expresión del cura que no entendía. Cuando el sacerdote repitió por cuarta vez, mecánicamente, la pregunta, Paco respondió que sí con la cabeza. En aquel momento mosén Millán alzó la mano, y dijo: Ego te absolvo in... Al oír estas palabras dos hombres tomaron a Paco por los brazos y lo llevaron al muro donde estaban ya los otros. Paco gritó:
―¿Por qué matan a estos otros? Ellos no han hecho nada.
Uno de ellos vivía en una cueva, como aquel a quien un día llevaron la unción. Los faros del coche –del mismo coche donde estaba Mosén Millán- se encendieron, y la descarga sonó casi al mismo tiempo sin que nadie diera órdenes ni se escuchara voz alguna. Los otros dos campesinos cayeron, pero Paco, cubierto de sangre, corrió hacia el coche.
―Mosén Millán, usted me conoce ―gritaba enloquecido.
Quiso entrar, no podía. Todo lo manchaba de sangre. Mosén Millán callaba, con los ojos cerrados y rezando. El centurión puso su revólver detrás de la oreja de Paco, y alguien dijo alarmado:
―No. ¡Ahí no!
Se llevaron a Paco arrastrando. Iba repitiendo en voz ronca:
―Pregunten a mosén Millán; él me conoce.
Se oyeron dos o tres tiro más. Luego siguió un silencio en el cual todavía susurraba Paco: “Él me denunció... Mosén Millán, mosén Millán...”.»
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