-No perdamos la perspectiva, yo ya estoy harta de decirlo, es lo único importante.
Doña Rosa va y viene por entre las mesas del Café, tropezando a los clientes con su tremendo
trasero. Doña Rosa dice con frecuencia "leñe" y "nos ha merengao". Para doña Rosa, el
mundo es su Café, y alrededor de su Café, todo lo demás. Hay quien dice que a doña Rosa le
brillan los ojillos cuando viene la primavera y las muchachas empiezan a andar de manga
corta. Yo creo que todo eso son habladurías: doña Rosa no hubiera soltado jamás un buen
amadeo de plata por nada de este mundo. Ni con primavera ni sin ella. A doña Rosa lo que le
gusta es arrastrar sus arrobas, sin más ni más, por entre las mesas. Fuma tabaco de noventa,
cuando está a solas, y bebe ojén, buenas copas de ojén, desde que se levanta hasta que se
acuesta. Después tose y sonríe. Cuando está de buenas, se sienta en la cocina, en una banqueta
baja, y lee novelas y folletines, cuanto más sangrientos, mejor: todo alimenta. Entonces le
gasta bromas a la gente y les cuenta el crimen de la calle de Bordadores o el del expreso de
Andalucía.
-El padre de Navarrete, que era amigo del general don Miguel Primo de Rivera, lo fue a ver,
se plantó de rodillas y le dijo: "Mi general, indulte usted a mi hijo, por amor de Dios"; y don
Miguel, aunque tenía un corazón de oro, le respondió: "Me es imposible, amigo Navarrete; su
hijo tiene que expiar sus culpas en el garrote".
-"¡Qué tíos! -piensa-, ¡hay que tener ríñones!" Doña Rosa tiene la cara llena de manchas,
parece que está siempre mudando la piel como un lagarto. Cuando está pensativa, se distrae y
se saca virutas de la cara, largas a veces como tiras de serpentinas. Después vuelve a la
realidad y se pasea otra vez, para arriba y para bajo, sonriendo a los clientes, a los que odia en
el fondo, con sus dientecillos renegridos, llenos de basura.
Don Leonardo Meléndez debe seis mil duros a Segundo Segura, el limpia. El limpia, que es
un grullo, que es igual que un grullo raquítico y entumecido, estuvo ahorrando durante un
montón de años para después prestárselo todo a don Leonardo. Le está bien empleado lo que
le pasa. Don Leonardo es un punto que vive del sable y de planear negocios que después
nunca salen. No es que salgan mal, no; es que, simplemente, no salen, ni bien ni mal. Don
Leonardo lleva unas corbatas muy lucidas y se da fijador en el pelo, un fijador muy
perfumado que huele desde lejos. Tiene aires de gran señor y un aplomo inmenso, un aplomo
de hombre muy corrido. A mí no me parece que la haya corrido demasiado, pero la verdad es
que sus ademanes son los de un hombre a quien nunca faltaron cinco duros en la cartera. A los
acreedores los trata a patadas y los acreedores le sonríen y le miran con aprecio, por lo menos
por fuera. No faltó quien pensara en meterlo en el juzgado y empapelarlo, pero el caso es que
hasta ahora nadie había roto el fuego. A don Leonardo, lo que más le gusta decir son dos
cosas: palabritas del francés, como, por ejemplo, "madame" y "rué" y "cravate", y también
"nosotros los Meléndez". Don Leonardo es un hombre culto, un hombre que denota saber
muchas cosas. Juega siempre un par de partiditas de damas y no bebe nunca más que café con
leche. A los de las mesas próximas que ve fumando tabaco rubio les dice, muy fino: "¿Me da
usted un papel de fumar? Quisiera liar un pitillo de picadura, pero me encuentro sin papel".
Entonces el otro se confia: "No, no gasto. Si quiere usted un pitillo hecho..." Don Leonardo
pone un gesto ambiguo y tarda unos segundos en responder: "Bueno, fumaremos rubio por
variar. A mí la hebra no me gusta mucho, créame usted". A veces el de al lado le dice no más
que "no, papel no tengo, siento no poder complacerle", y entonces don Leonardo se queda sin
fumar.
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