lunes, 26 de octubre de 2015

El amor en los tiempos del cólera (Fragmento) - Gabriel García Márquez


...Florentino Ariza levantaba sirvientas en los parques, negras en el mercado, cachacas en las playas, gringas en los barcos de Nueva Orleáns, las llevaba a  las escolleras donde media ciudad hacía lo mismo  desde la puesta del sol, las llevaba adonde podía, pues no fueron pocas las ocasiones  en que tuvo que meterse deprisa en un zaguán oscuro y hacer  lo que se pudiera  de cualquier modo detrás del portón......
De esa época venían sus teorías más bien simplistas sobre la relación entre lo físico de las mujeres    y sus aptitudes para el amor. Desconfiaba del tipo sensual, las que parecían capaces de comerse crudo  a un caimán de aguja, y que solían ser las más pasivas en la cama. Su tipo era el contrario: esas ranitas escuálidas por las que nadie se tomaba el trabajo de volverse a    mirar en la calle, que parecían quedar en nada  cuando se quitaban la ropa, que daban lástima por el crujido de los huesos al primer impacto, y sin embargo podían dejar listo para el cajón de basura  al más hablador de los machucantes. Había tomado notas de esas observaciones  prematuras con la intención de escribir un suplemento práctico del Secretario de los Enamorados, pero el proyecto sufrió la misma suerte del anterior después de que Ausencia  Santander lo volteó al derecho y al revés con su sabiduría de perro viejo, lo paró de cabeza, lo subió y lo bajó, lo volvió a parir como nuevo, le hizo trizas sus virtuosismos teóricos , y le enseñó lo único que tenía que aprender para el amor: que a la vida no la enseña nadie.
Ausencia Santander había tenido un matrimonio convencional durante veinte años, del cual le quedaron tres hijos que a su vez se habían casado y tenido hijos, de modo que ella se preciaba de  ser la abuela con mejor cama de la ciudad. Nunca quedó claro si fue ella quien abandonó al esposo, o si fue éste el que la abandonó a ella, o si ambos se habían abandonado al mismo tiempo cuando él se fue a vivir con su amante de siempre, y ella se sintió libre para recibir a pleno día por la puerta principal a Rosendo de la Rosa, capitán de buque fluvial, al que había recibido de noche muchas veces  por la puerta trasera. Fue él mismo, sin pensarlo dos veces, quien llevó a Florentino Ariza.
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Después, en un fogonazo de inspiración que lo dos agradecieron a la conjunción de sus astros, se desvistieron ambos en el cuarto  de al lado sin ponerse de acuerdo, sin sugerirlo siquiera, sin proponérselo, y siguieron así, desvistiéndose siempre que podían durante más de siete años, cuando el capitán estaba de viaje......

Ausencia Santander tenía casi cincuenta años y se le notaban , pero tenía un instinto tan personal para el amor, que no había teorías artesanales ni científicas capaces de entorpecerlo.  Florentino Ariza sabía por los itinerarios de los buques  cuándo podía visitarla, y siempre iba sin anunciarse a la hora que quisiera del día o de la noche, y no hubo una sola vez en que ella no estuvieras esperándolo. Le abría la puerta como su madre la crió hasta los siete años: desnuda por completo, pero con un lazo de organza en la cabeza. No lo dejaba dar un paso más antes de quitarle la ropa, porque siempre pensó que era de mala suerte tener un hombre vestido dentro de la casa.. ...Florentino Ariza era muy dado a los encantos de la desnudez, y ella le quitaba la ropa con un deleite cierto tan pronto como cerraba la puerta, sin darle tiempo si quiera de saludarla, ni de quitarse el sombrero ni los lentes, besándolo y dejándose besar con besos desgranados, y soltándole  los botones  de abajo hacia arriba, primero los de la bragueta, uno por uno después de cada beso, luego la hebilla del cinturón, y por último el chaleco y la camisa, hasta dejarlo como un pescado vivo abierto en canal. Después lo sentaba en la sala, le quitaba las botas, le tiraba los pantalones por los perniles para quitárselos al mismo tiempo que los calzoncillos largos hasta los tobillos, y por último le desabrochaba  las ligas elásticas de las pantorrillas y le quitaba las medias. Florentino Ariza dejaba entonces de besarla y de dejarse besar, para hacer lo único que le correspondía en aquella ceremonia puntual: soltaba el reloj de leontina del ojal del chaleco y se quitaba los lentes, y metía ambas cosas  en las botas para estar seguro de no olvidarlas. Siempre tomó esa precaución, siempre sin falta, cuando se desnudaba en casa ajena.
No bien acababa de hacerlo cuando ella lo asaltaba sin darle tiempo de nada, ya fuera en el mismo sofá donde acababa de desnudarlo, y sólo de vez en cuando en la cama. Se le metía debajo, y se apoderaba de todo él para toda ella, encerrada dentro de sí misma, tanteando con los ojos cerrados en su absoluta oscuridad interior, avanzando por aquí, retrocediendo, corrigiendo su rumbo invisible, intentando otra vía más intensa, intentando otra forma de andar sin naufragar en la marisma de mucílago que fluía de su vientre, preguntándose y contestándose a sí misma con un zumbido de moscardón en su jerga nativa dónde estaba ese algo en las tinieblas que sólo ella conocía y ansiaba sólo para ella, hasta que sucumbía sin esperar a nadie, se desbarrancaba sola en su abismo con una explosión jubilosa de victoria total que hacía temblar el mundo. Florentino Ariza se quedaba exhausto, incompleto, flotando en el charco de sudores de ambos, pero con la impresión de no ser más que un instrumento de gozo. Decía: “me tratas como si fuera uno más”. Ella soltaba una risa de hembra libre,. Y decía:”al contrario: como si fueras uno menos!”. Pues él se quedaba con la impresión de que todo se lo llevaba ella  con una voracidad mezquina, y se le revolvía el orgullo y salía de la casa con la determinación de no volver. Pero de pronto, despertaba sin causa, con la lucidez tremenda de la soledad en medio de la noche, y el recuerdo del amor ensimismado de Ausencia Santander se le revelaba como lo que él era: una trampa de la felicidad que él aborrecía y anhelaba al mismo tiempo, pero de la cual era imposible escapar.


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