sábado, 31 de octubre de 2015

Doña Rosita la soltera (Fragmento) - Federico García Lorca

"Me he acostumbrado muchos años de mi vida
a vivir sin mí...
pensando en cosas que estan muy lejos
y ahora que estas cosas ya no existen
sigo dando vueltas y vueltas por un lugar frío
buscando una salida que no voy a encontrar... 
jamás.

Yo sabia, yo siempre lo supe,
si la gente no hubiera hablado,
si, ustedes, no lo hubieran sabido,
no lo hubiera sabido nadie mas que yo.

Cada año que ha pasado,
ha sido como una prenda intima que han arrancado de mi cuerpo.

Hoy, hoy salgo a la calle
y me doy cuenta que no conozco a nadie,
y me canso y no puedo gritar...
Pero, sigo adelante...
con la boca llena de veneno,
y unas ganas enormes de arrancar...
de sacarme los zapatos...
de descansar, de no moverme más.
Nunca jamás de mi rincón.

Con la ilusión perdida,
me acuesto y me levanto
con el más terrible de los sentimientos,
que es el de tener la esperanza muerta.

Quiero arrancar, quiero irme...
quiero no ver...
quiero quedarme quieto,
sereno...
Y sin embargo, la esperanza me persigue y me muerde.
Lo unico que me queda, finalmente,
es mi dignidad.

Lo que siento, aqui dentro,
me lo guardo para mi,
pero para mi solo.
Hay cosas que no se pueden decir porque no hay palabras para decirlas.

Yo he visto la nieve,
he tocado la nieve,
y porque la nieve era blanca...
y porque la nieve fue la primera cosa blanca que vi en mi vida;
he llamado nieve a todo lo que era blanco.

Cuando no supe donde ir...
se me explicó, que cuando no sabía donde ir...
tenía miedo...
Y así conocí el miedo.

Y bueno, me han hecho hablar...
me has hecho hablar (tú).
Me has trasladado a la realidad.
Con mi primera frase caí en la trampa.

Quisiera ser como aquel que otro ha sido una vez.
Ahora para mi no hay nada más vivo que un recuerdo.
Un recuerdo que me haga la vida imposible.

Yo sólo soy...
casualmente, yo...”



viernes, 30 de octubre de 2015

El sí de las niñas (Fragmento) - Leandro Fernández de Moratín

" DON DIEGO: Ve aquí los frutos de la educación. Esto es lo que se llama criar bien a una niña: enseñarla a que desmienta y oculte las pasiones más inocentes con una pérfida disimulación. Las juzgan honestas luego que las ven instruidas en el arte de callar y mentir. Se obstinan en que el temperamento, la edad ni el genio no han de tener influencia alguna en sus inclinaciones, o en que su voluntad ha de torcerse al capricho de quien las gobierna. Todo se las permite, menos la sinceridad. Con tal que no digan lo que sienten, con tal que finjan aborrecer lo que más desean, con tal que se presten a pronunciar, cuando se lo manden, un sí perjuro, sacrílego, origen de tantos escándalos, ya están bien criadas, y se llama excelente educación la que inspira en ellas el temor, la astucia y el silencio de un esclavo. "


Bodas de sangre (Acto primero, cuadro primero) - Federico García Lorca

Habitación pintada de amarillo.



Novio:(Entrando) Madre.

Madre: ¿Que?

Novio:Me voy.

Madre: ¿Adónde?

Novio:A la viña. (Va a salir)

Madre: Espera.

Novio:¿Quieres algo?

Madre: Hijo, el almuerzo.

Novio:Déjalo. Comeré uvas. Dame la navaja.

Madre: ¿Para qué?

Novio:(Riendo)Para cortarlas.

Madre: (Entre dientes y buscándola)La navaja, la navaja... Malditas sean todas y el bribón que las inventó.

Novio:Vamos a otro asunto.

Madre: Y las escopetas, y las pistolas, y el cuchillo más pequeño, y hasta las azadas y los bieldos de la era.

Novio:Bueno.

Madre: Todo lo que puede cortar el cuerpo de un hombre. Un hombre hermoso, con su flor en la boca, que sale a las viñas o va a sus olivos propios, porque son de él, heredados...

Novio:(Bajando la cabeza)Calle usted.

Madre: ... y ese hombre no vuelve. O si vuelve es para ponerle una palma encima o un plato de sal gorda para que no se hinche. No sé cómo te atreves a llevar una navaja en tu cuerpo, ni cómo yo dejo a la serpiente dentro del arcón.

Novio:¿Está bueno ya?

Madre: Cien años que yo viviera no hablaría de otra cosa. Primero, tu padre, que me olía a clavel y lo disfruté tres años escasos. Luego, tu hermano. ¿Y es justo y puede ser que una cosa pequeña como una pistola o una navaja pueda acabar con un hombre, que es un toro? No callaría nunca. Pasan los meses y la desesperación me pica en los ojos y hasta en las puntas del pelo.

Novio:(Fuerte)¿Vamos a acabar?

Madre: No. No vamos a acabar. ¿Me puede alguien traer a tu padre y a tu hermano? Y luego, el presidio. ¿Qué es el presidio? ¡Allí comen, allí fuman, allí tocan los instrumentos! Mis muertos llenos de hierba, sin hablar, hechos polvo; dos hombres que eran dos geranios... Los matadores, en presidio, frescos, viendo los montes...

Novio:¿Es que quiere usted que los mate?

Madre: No... Si hablo, es porque... ¿Cómo no voy a hablar viéndote salir por esa puerta? Es que no me gusta que lleves navaja. Es que.... que no quisiera que salieras al campo.

Novio:(Riendo)¡Vamos!

Madre: Que me gustaría que fueras una mujer. No te irías al arroyo ahora y bordaríamos las dos cenefas y perritos de lana.

Novio:(Coge de un brazo a la madre y ríe)Madre, ¿y si yo la llevara conmigo a las viñas?

Madre: ¿Qué hace en las viñas una vieja? ¿Me ibas a meter debajo de los pámpanos?

Novio:(Levantándola en sus brazos)Vieja, revieja, requetevieja.

Madre: Tu padre sí que me llevaba. Eso es buena casta. Sangre. Tu abuelo dejó a un hijo en cada esquina. Eso me gusta. Los hombres, hombres, el trigo, trigo.

Novio:¿Y yo, madre?

Madre: ¿Tú, qué?

Novio:¿Necesito decírselo otra vez?

Madre: (Seria)¡Ah!

Novio:¿Es que le parece mal?

Madre: No

Novio:¿Entonces...?

Madre: No lo sé yo misma. Así, de pronto, siempre me sorprende. Yo sé que la muchacha es buena. ¿Verdad que sí? Modosa. Trabajadora. Amasa su pan y cose sus faldas, y siento, sin embargo, cuando la nombro, como si me dieran una pedrada en la frente.

Novio:Tonterías.

Madre: Más que tonterías. Es que me quedo sola. Ya no me queda más que tú, y siento que te vayas.

Novio:Pero usted vendrá con nosotros.

Madre: No. Yo no puedo dejar aquí solos a tu padre y a tu hermano. Tengo que ir todas las mañanas, y si me voy es fácil que muera uno de los Felix, uno de la familia de los matadores, y lo entierren al lado. ¡Y eso sí que no! ¡Ca! ¡Eso sí que no! Porque con las uñas los desentierro y yo sola los machaco contra la tapia.

Novio: (Fuerte)Vuelta otra vez.

Madre: Perdóname.(Pausa) ¿Cuánto tiempo llevas en relaciones?

Novio: Tres años. Ya pude comprar la viña.

Madre: Tres años. Ella tuvo un novio, ¿no?

Novio: No sé. Creo que no. Las muchachas tienen que mirar con quien se casan.

Madre: Sí. Yo no miré a nadie. Miré a tu padre, y cuando lo mataron miré a la pared de enfrente. Una mujer con un hombre, y ya está.

Novio: Usted sabe que mi novia es buena.

Madre: No lo dudo. De todos modos, siento no saber cómo fue su madre.

Novio: ¿Qué más da?

Madre: (Mirándole)Hijo.

Novio: ¿Qué quiere usted?

Madre: ¡Que es verdad! ¡Que tienes razón! ¿Cuándo quieres que la pida?

Novio: (Alegre)¿Le parece bien el domingo?

Madre: (Seria)Le llevaré los pendientes de azófar, que son antiguos, y tú le compras...

Novio: Usted entiende más...

Madre: Le compras unas medias caladas, y para ti dos trajes... ¡Tres! ¡No te tengo más que a tí!

Novio: Me voy. Mañana iré a verla.

Madre: Sí, sí; y a ver si me alegras con seis nietos, o lo que te dé la gana, ya que tu padre no tuvo lugar de hacérmelos a mí.

Novio: El primero para usted.

Madre: Sí, pero que haya niñas. Que yo quiero bordar y hacer encaje y estar tranquila.

Novio: Estoy seguro que usted querrá a mi novia.

Madre: La querré. (Se dirige a besarlo y reacciona)Anda, ya estás muy grande para besos. Se los das a tu mujer.(Pausa. Aparte)Cuando lo sea.

Novio: Me voy.

Madre: Que caves bien la parte del molinillo, que la tienes descuidada.

Novio: ¡Lo dicho!

Madre: Anda con Dios.

(Vase el novio. La madre queda sentada de espaldas a la puerta. Aparece en la puerta una vecina vestida de color oscuro, con pañuelo a la cabeza.)

Madre: Pasa.

Vecina: ¿Cómo estás?

Madre: Ya ves.

Vecina: Yo bajé a la tienda y vine a verte. ¡Vivimos tan lejos...!

Madre: Hace veinte años que no he subido a lo alto de la calle.

Vecina: Tú estas bien.

Madre: ¿Lo crees?

Vecina: Las cosas pasan. Hace dos días trajeron al hijo de mi vecina con los dos brazos cortados por la máquina.(Se sienta.)

Madre: ¿A Rafael?

Vecina: Sí. Y allí lo tienes. Muchas veces pienso que tu hijo y el mío están mejor donde están, dormidos, descansando, que no expuestos a quedarse inútiles.

Madre: Calla. Todo eso son invenciones, pero no consuelos.

Vecina: ¡Ay!

Madre: ¡Ay!Pausa)

Vecina: (Triste)¿Y tu hijo?

Madre: Salió.

Vecina: ¡Al fin compró la viña!

Madre: Tuvo suerte.

Vecina: Ahora se casará.

Madre: (Como despertando y acercando su silla a la silla de la vecina.)Oye.

Vecina: (En plan confidencial)Dime.

Madre: ¿Tú conoces a la novia de mi hijo?

Vecina: ¡Buena muchacha!

Madre: Sí, pero...

Vecina: Pero quien la conozca a fondo no hay nadie. Vive sola con su padre allí, tan lejos, a diez leguas de la casa más cerca. Pero es buena. Acostumbrada a la soledad.

Madre: ¿Y su madre?

Vecina: A su madre la conocí. Hermosa. Le relucía la cara como un santo; pero a mí no me gustó nunca. No quería a su marido.

Madre: (Fuerte)Pero ¡cuántas cosas sabéis las gentes!

Vecina: Perdona. No quisiera ofender; pero es verdad. Ahora, si fue decente o no, nadie lo dijo. De esto no se ha hablado. Ella era orgullosa.

Madre: ¡Siempre igual!

Vecina: Tú me preguntaste.

Madre: Es que quisiera que ni a la viva ni a la muerte las conociera nadie. Que fueran como dos cardos, que ninguna persona los nombra y pinchan si llega el momento.

Vecina: Tienes razón. Tu hijo vale mucho.

Madre: Vale. Por eso lo cuido. A mí me habían dicho que la muchacha tuvo novio hace tiempo.

Vecina: Tendría ella quince años. Él se casó ya hace dos años con una prima de ella, por cierto. Nadie se acuerda del noviazgo.

Madre: ¿Cómo te acuerdas tú?

Vecina: ¡Me haces unas preguntas...!

Madre: A cada uno le gusta enterarse de lo que le duele. ¿Quién fue el novio?

Vecina: Leonardo.

Madre: ¿Qué Leonardo?

Vecina: Leonardo, el de los Félix.

Madre: (Levantándose)¡De los Félix!

Vecina: Mujer, ¿qué culpa tiene Leonardo de nada? Él tenía ocho años cuando las cuestiones.

Madre: Es verdad... Pero oigo eso de Félix y es lo mismo (entre dientes) Félix que llenárseme de cieno la boca (escupe), y tengo que escupir, tengo que escupir por no matar.

Vecina: Repórtate. ¿Qué sacas con eso?

Madre: Nada. Pero tú lo comprendes.

Vecina: No te opongas a la felicidad de tu hijo. No le digas nada. Tú estás vieja. Yo, también. A ti y a mí nos toca callar.

Madre: No le diré nada.

Vecina: (Besándola)Nada.

Madre: (Serena)¡Las cosas...!

Vecina: Me voy, que pronto llegará mi gente del campo.

Madre: ¿Has visto qué día de calor?

Vecina: Iban negros los chiquillos que llevan el agua a los segadores. Adiós, mujer.

Madre: Adiós.

(Se dirige a la puerta de la izquierda. En medio del camino se detiene y lentamente se santigua.)



jueves, 29 de octubre de 2015

Etimología de la palabra "Quiosco"

En los jardines turcos, algunos años después de la toma de Constantinopla (1453), era común la instalación de glorietas o de pequeñas casitas de recreo, llamadas kyösk o kusk, un nombre tomado del persa. El rey Estanislao de Polonia adoptó estos pabellones de jardín en el siglo XIX y pronto se extendieron por Europa. En Italia esta construcción se conoció como chiosco, en Inglaterra, como kiosk y en Francia, como quiosque, palabra que fue recogida en nuestra lengua y traducida como quiosco o kiosco. Kiosk aparece en inglés ya desde 1625 y quiosque, en francés desde 1654, pero sólo fue registrada en el Diccionario de la Academia en 1884.


Expresión "Ponerse las botas"

"Enriquecerse o lograr extraordinaria convenicencia", dice la Academia. "Sacar gran utilidad o provecho de alguna empresa", según Sbarbi.
Montoto, en un paquete de cartas escribe comentando esta frase: "Tómanse las botas como distintivo o señal del caballero que atesora riquezas, en oposición al zapato, calzado propio de las gentes pobres y de condición humilde".

miércoles, 28 de octubre de 2015

Il Conformista (Estratto) - Alberto Moravia

ome si diventa «asassini»? Si comincia con delle innocue lucertole, poi si uccide un gatto... e si finisce per amazzare anche l'uomo, come l'inevitabile avverarsi di una premonizione: un pervertito, in fondo, un essere disgustoso, un prete spretato, un «diverso» che insidia l'innocenza di un bambino. Ma essere umano.
E Marcello è un bambino speciale, come speciali sono spesso i bambini che nascono nelle case di una classe «superiore», nelle quali aleggia la decadenza di una genìa in disfacimento. Il padre di Marcello è impazzito (letteralmente) d'amore per la moglie, edonista e infedele, una madre che ama il proprio bambino distrattamente. In mancanza di una guida valida, in una fase delicata dello sviluppo, in balia dei luoghi comuni e delle superstizioni della servitù, Marcello crea un collegamento tra la propria estraneità ai compagni e l'infantile transitoria crudeltà dei suoi giochi solitari. Il desiderio di normalità è «una voglia di essere simile a tutti gli altri, dal momento che essere diverso voleva dire essere colpevole».
Ma non c'è come il desiderio di essere in qualche modo per innescare comportamenti opposti. Marcello diventa un esperto di normalità, che sa riconoscere e apprezzare nelle sue molteplici forme, di cui si circonda come se fosse, non la negazione dello stile, ma -in contraddisione con le proprie intenzioni - uno stile in se stesso: il lavoro al ministero (funzionario di polizia con incarichi "speciali"), una fidanzata piccolo-borghese, con una casa piccolo-borghese, con una storia piccolo-borghese di stupri sopportati da parte dell'attempato «amico di famiglia». Giulia e Marcello si avviano a un matrimonio piccolo-borghese, con tutto l'abbigliamento, il menù, la lista di anonimi e grigi ospiti piccolo-borghesi e la cerimonia in una «chiesa molto ricca ed ornata, [...] dedicata ad un santo della controriforma». Sono questi «gli scacchi di una normalità che andava ricostruita faticosamente, dubbiosamente, sanguinosamente».
Il «classico» viaggio di nozze a Parigi è un'occasione ideale per portare a termine una missione importante.
Moravia, in una lettera a Prezzolini, datata alla fine del ’49, scrive: «Io ho finito un lungo romanzo che si chiama il Conformista e ora lo riscrivo. Uscirà verso la fine del 1950, spero». Nel gennaio, febbraio ’51 la rivista «Comunità» pubblica Il conformista. Racconto di A. Moravia, quasi contemporaneamente all’uscita del romanzo, ma il racconto non ha una vita propria, e altro non appare (come sostiene Tornitore) che un capitolo del romanzo stesso.
Il protagonista ha quasi la stessa età dell’Autore - ma lo stesso Moravia rivelerà in un’intervista a Elkann, di non ricordare molto del periodo in cui si svolge l’infanzia di Marcello - e la storia si dipana dagli anni venti fino alla caduta del fascismo. Questo darà luogo a qualche incongruenza tra la giovane età di Marcello e gli incarichi importanti che gli vengono assegnati nella sua veste di funzionario del Servizio Segreto. Incongruenze peraltro impercettibili, in una storia che, alla maniera moraviana, segue binari lucidi e totalmente privi di asperità, eppure, forse talvolta ignoti allo stesso scrittore, che amava affermare, a proposito di altre sue opere, di aver cominciato a scrivere «senza alcun piano preciso».
Lo stile, pur chiaro e asciutto come solo una meditata semplicità può produrre, in questo romanzo appare forse meno «arido», meno da «Codice Civile» – accusa e sommo elogio che accompagnò sempre il giudizio critico su Moravia - e, soprattutto nel racconto dell’infanzia di Marcello e in alcune descrizioni centrali dell’opera, sembra ammorbidirsi e addolcirsi in echi quasi ottocenteschi. La penna si accanisce a volte su certi personaggi con un piacere che lascia trasparire la personale comica insofferenza dell'autore per questa normalità da operetta, che va ritraendo così magistralmente. Così la suocera è «una donna corpulenta, in cui i cedimenti dell'età matura parevano manifestarsi in una specie di disfacimento così del corpo come dell'animo, il primo afflitto da una grassezza tremolante e disossata, il secondo inclinato agli sdilinquimenti di una bontà fisiologica e smancerosa».
E quasi da un angolo della Comédie Humaine, sembra a tratti ritagliarsi la personalità complessa e sfaccettata del protagonista: la sua ansimante ricerca di una normalità che lo riscatti dalla follia del padre, dall’influsso negativo della madre, e dalla sua propria deviazione interiore, che lo spinge alla violenza, vera o presunta.
«Normalità», d’altra parte, significa, per Marcello, non avere idee quasi su niente: «…Questa convinzione gli era venuta dal nulla, come è da credersi che venga alla gente ignorante e comune; dall’aria, insomma, come s’intende quando si dice che un’idea è nell’aria». O piuttosto, l’impossibilità di provare altri sentimenti se non l’orrore, il ribrezzo verso l’anormalità e tutto ciò che in qualche modo può rammentargliene la presenza nel suo stesso passato. O forse ancora, la malinconia che sembra accompagnare qualsiasi riflessione: «…E la sua malinconia era la malinconia, appunto, mischiata di rimpianto che suscita il pensiero delle cose che avrebbero potuto essere e a cui, scegliendo, bisognava per forza rinunziare».
Perfino il breve attimo di confusione amorosa per Lina - la donna del professore che Marcello dovrà uccidere a Parigi - conclusosi davanti al traumatizzante spettacolo degli ambigui, disperati comportamenti di lei, non potrà che disperdersi in un’amara e generica considerazione sull’assenza d’amore tra gli esseri umani, comune fattore di vacuità, e cioè di normalità universale.
Il finale, corposo, risolutore, non lascia spazio ad aperture verso altre soluzioni, che non siano quelle che Marcello stesso propone: «…Ma avrebbe voluto esser sicuro che tutto quello che era avvenuto doveva avvenire; cioè che egli non avrebbe potuto puntare in modo diverso né con esito diverso: di questa sicurezza aveva bisogno più che di una liberazione dai rimorsi che non provava.».


Ensaio sobre a cegueira (Trecho) - José Saramago

Na minha opinião, o melhor escritor em língua portuguesa da história.


"O disco amarelo iluminou-se. Dois dos automóveis da frente aceleraram antes que o sinal vermelho aparecesse. Na passadeira de peões surgiu o desenho do homem verde. A gente que esperava começou a atravessar a rua pisando as faixas brancas pintadas na capa negra do asfalto, não há nada que menos se pareça com uma zebra, porém assim lhe chamam. Os automobilistas, impacientes, com o pé no pedal da embraiagem, mantinham em tensão os carros, avançando, recuando, como cavalos nervosos que sentissem vir no ar a chibata. Os peões já acabaram de passar, mas o sinal de caminho livre para os carros vai tardar ainda alguns segundos, há quem sustente que esta demora, aparentemente tão insignificante, se a multiplicarmos pelos milhares de semáforos existentes na cidade e pelas mudanças sucessivas das três cores de cada um, é uma das causas mais consideráveis dos engorgitamentos da circulação automóvel, ou engarrafamentos, se quisermos usar o termo corrente.
O sinal verde acendeu-se enfim, bruscamente os carros arrancaram, mas logo se notou que não tinham arrancado todos por igual. O primeiro da fila do meio está parado, deve haver ali um problema mecânico qualquer, o acelerador solto, a alavanca da caixa de velocidades que se encravou, ou uma avaria do sistema hidráulico, blocagem dos travões, falha do circuito eléctrico, se é que não se lhe acabou simplesmente a gasolina, não seria a primeira vez que se dava o caso. O novo ajuntamento de peões que está a formar-se nos passeios vê o condutor do automóvel imobilizado a esbracejar por trás do pára-brisas, enquanto os carros atrás dele buzinam frenéticos. Alguns condutores já saltaram para a rua, dispostos a empurrar o automóvel empanado para onde não fique a estorvar o trânsito, batem furiosamente nos vidros fechados, o homem que está lá dentro vira a cabeça para eles, a um lado, a outro, vê-se que grita qualquer coisa, pelos movimentos da boca percebe-se que repete uma palavra, uma não, duas, assim é realmente, consoante se vai ficar a saber quando alguém, enfim, conseguir abrir uma porta, Estou cego.
Ninguém o diria. Apreciados como neste momento é possível, apenas de relance, os olhos do homem parecem sãos, a íris apresenta-se nítida, luminosa, a esclerótica branca, compacta como porcelana. As pálpebras arregaladas, a pele crispada da cara, as sobrancelhas de repente revoltas, tudo isso, qualquer o pode verificar, é que se descompôs pela angústia. Num movimento rápido, o que estava à vista desapareceu atrás dos punhos fechados do homem, como se ele ainda quisesse reter no interior do cérebro a última imagem recolhida, uma luz vermelha, redonda, num semáforo. Estou cego, estou cego, repetia com desespero enquanto o ajudavam a sair do carro, e as lágrimas, rompendo, tomaram mais brilhantes os olhos que ele dizia estarem mortos. Isso passa, vai ver que isso passa, às vezes são nervos, disse uma mulher. O semáforo já tinha mudado de cor, alguns transeuntes curiosos aproximavam-se do grupo, e os condutores lá de trás, que não sabiam o que estava a acontecer, protestavam contra o que julgavam ser um acidente de trânsito vulgar, farol partido, guarda-lamas amolgado, nada que justificasse a confusão, Chamem a polícia, gritavam, tirem daí essa lata. O cego implorava, Por favor, alguém que me leve a casa. A mulher que falara de nervos foi de opinião que se devia chamar uma ambulância, transportar o pobrezinho ao hospital, mas o cego disse que isso não, não queria tanto, só pedia que o encaminhassem até à porta do prédio onde morava, Fica aqui muito perto, seria um grande favor que me faziam. E o carro, perguntou uma voz. Outra voz respondeu, A chave está no sítio, põe-se em cima do passeio. Não é preciso, interveio uma terceira voz, eu tomo conta do carro e acompanho este senhor a casa. Ouviram-se murmúrios de aprovação. O cego sentiu que o tomavam pelo braço, Venha, venha comigo, dizia-lhe a mesma voz. Ajudaram-no a sentar-se no lugar ao lado do condutor, puseram-lhe o cinto de segurança, Não vejo, não vejo, murmurava entre o choro, Diga-me onde mora, pediu o outro. Pelas janelas do carro espreitavam caras vorazes, gulosas da novidade. O cego ergueu as mãos diante dos olhos, moveu-as, Nada, é como se estivesse no meio de um nevoeiro, é como se tivesse caído num mar de leite, Mas a cegueira não é assim, disse o outro, a cegueira dizem que é negra, Pois eu vejo tudo branco, Se calhar a mulherzinha tinha razão, pode ser coisa de nervos, os nervos são o diabo, Eu bem sei o que é, uma desgraça, sim, uma desgraça, Diga-me onde mora, por favor, ao mesmo tempo ouviu-se o arranque do motor. Balbuciando, como se a falta de visão lhe tivesse enfraquecido a memória, o cego deu uma direcção, depois disse, Não sei como lhe hei-de agradecer, e o outro respondeu, Ora, não tem importância, hoje por si, amanhã por mim, não sabemos para o que estamos guardados, Tem razão, quem me diria, quando saí de casa esta manhã, que estava para me acontecer uma fatalidade como esta. Estranhou que continuassem parados, Por que é que não andamos, perguntou, O sinal está no vermelho, respondeu o outro, Ah, fez o cego, e pôs-se a chorar outra vez. A partir de agora deixara de poder saber quando o sinal estava vermelho.
Tal como o cego havia dito, a casa ficava perto. Mas os passeios estavam todos ocupados por automóveis, não encontraram espaço para arrumar o carro, por isso foram obrigados a ir procurar sítio numa das ruas transversais. Ali, como por causa da estreiteza do passeio a porta do assento ao lado do condutor ia ficar a pouco mais de um palmo da parede, o cego, para não passar pela angústia de arrastar-se de um assento ao outro, com a alavanca da caixa de velocidades e o volante a atrapalhá-lo, teve de sair primeiro. Desamparado, no meio da rua, sentindo que o chão lhe fugia debaixo dos pés, tentou conter a aflição que lhe subia pela garganta. Agitava as mãos à frente da cara, nervosamente, como se nadasse naquilo a que chamara um mar de leite, mas a boca já se lhe abria para lançar um grito de socorro, foi no último momento que a mão do outro lhe tocou de leve no braço, Acalme-se, eu levo-o. Foram andando muito devagar, com o medo de cair o cego arrastava os pés, mas isso fazia-o tropeçar nas irregularidades da calçada, Tenha paciência, já estamos quase a chegar, murmurava o outro, e um pouco mais adiante perguntou, Está alguém em sua casa que possa tomar conta de si, e o cego respondeu, Não sei, a minha mulher ainda não deve ter vindo do trabalho, eu hoje é que calhei sair mais cedo, e logo me sucede isto, Verá que não vai ser nada, nunca ouvi dizer que alguém tivesse ficado cego assim de repente, Que eu até me gabava de não usar óculos, nunca precisei, Então, já vê. Tinham chegado à porta do prédio, duas mulheres da vizinhança olharam curiosas a cena, vai ali aquele vizinho levado pelo braço, mas nenhuma delas teve a ideia de perguntar, Entrou-lhe alguma coisa para os olhos, não lhes ocorreu, e tão-pouco ele lhes poderia responder, Sim, entrou-me um mar de leite. Já dentro do prédio, o cego disse, Muito obrigado, desculpe o transtorno que lhe causei, agora eu cá me arranjo, Ora essa, eu subo consigo, não ficaria descansado se o deixasse aqui. Entraram dificilmente no elevador apertado, Em que andar mora, No terceiro, não imagina quanto lhe estou agradecido, Não me agradeça, hoje por si, Sim, tem razão, amanhã por si. O elevador parou, saíram para o patamar, Quer que o ajude a abrir a porta, Obrigado, isso eu acho que posso fazer. Tirou do bolso um pequeno molho de chaves, tacteou-as, uma por uma, ao longo do denteado, disse, Esta deve de ser, e, apalpando a fechadura com as pontas dos dedos da mão esquerda, tentou abrir a porta, Não é esta, Deixe-me cá ver, eu ajudo-o. A porta abriu-se à terceira tentativa. Então o cego perguntou para dentro, Estás aí. Ninguém respondeu, e ele, Era o que eu dizia, ainda não veio. Levando as mãos adiante, às apalpadelas, passou para o corredor, depois voltou-se cautelosamente, orientando a cara na direcção em que calculava encontrar-se o outro, Como poderei agradecer-lhe, disse, Não fiz mais que o meu dever, justificou o bom samaritano, não me agradeça, e acrescentou, Quer que o ajude a instalar-se, que lhe faça companhia enquanto a sua mulher não chega. O zelo pareceu de repente suspeito ao cego, evidentemente não iria deixar entrar em casa uma pessoa desconhecida que, no fim de contas, bem poderia estar a tramar, naquele preciso momento, como haveria de reduzir, atar e amordaçar o infeliz cego sem defesa, para depois deitar a mão ao que encontrasse de valor. Não é preciso, não se incomode, disse, eu fico bem, e repetiu enquanto ia fechando a porta lentamente, Não é preciso, não é preciso.
Suspirou de alívio ao ouvir o ruído do elevador descendo. Num gesto maquinal, sem se lembrar do estado em que se encontrava, afastou a tampa do ralo da porta e espreitou para fora. Era como se houvesse um muro branco do outro lado. Sentia o contacto do aro metálico na arcada supraciliar, roçava com as pestanas a minúscula lente, mas não os podia ver, a insondável brancura cobria tudo. Sabia que estava na sua casa, reconhecia-a pelo odor, pela atmosfera, pelo silêncio, distinguia os móveis e os objectos só de tocar-lhes, passar-lhes os dedos por cima, ao de leve, mas era também como se tudo isto estivesse já a diluir-se numa espécie de estranha dimensão, sem direcções nem referências, sem norte nem sul, sem baixo nem alto. Como toda a gente provavelmente o fez, jogara algumas vezes consigo mesmo, na adolescência, ao jogo do E se eu fosse cego, e chegara à conclusão, ao cabo de cinco minutos com os olhos fechados, de que a cegueira, sem dúvida alguma uma terrível desgraça, poderia, ainda assim, ser relativamente suportável se a vítima de tal infelicidade tivesse conservado uma lembrança suficiente, não só das cores, mas também das formas e dos planos, das superfícies e dos contornos, supondo, claro está, que a dita cegueira não fosse de nascença. Chegara mesmo ao ponto de pensar que a escuridão em que os cegos viviam não era, afinal, senão a simples ausência da luz, que o que chamamos cegueira era algo que se limitava a cobrir a aparência dos seres e das coisas, deixando-os intactos por trás do seu véu negro. Agora, pelo contrário, ei-lo que se encontrava mergulhado numa brancura tão luminosa, tão total, que devorava, mais do que absorvia, não só as cores, mas as próprias coisas e seres, tomando-os, por essa maneira, duplamente invisíveis."

Le Comte de Monte-cristo (Chapitre I) - Alexandre Dumas

I

Marseille.—L'arrivée.

Le 24 février 1815, la vigie de Notre-Dame de la Garde signala le trois-mâts le Pharaon, venant de Smyrne, Trieste et Naples.
Comme d'habitude, un pilote côtier partit aussitôt du port, rasa le château d'If, et alla aborder le navire entre le cap de Morgion et l'île de Rion.
Aussitôt, comme d'habitude encore, la plate-forme du fort Saint-Jean s'était couverte de curieux; car c'est toujours une grande affaire à Marseille que l'arrivée d'un bâtiment, surtout quand ce bâtiment, comme le Pharaon, a été construit, gréé, arrimé sur les chantiers de la vieille Phocée, et appartient à un armateur de la ville.
Cependant ce bâtiment s'avançait; il avait heureusement franchi le détroit que quelque secousse volcanique a creusé entre l'île de Calasareigne et l'île de Jaros; il avait doublé Pomègue, et il s'avançait sous ses trois huniers, son grand foc et sa brigantine, mais si lentement et d'une allure si triste, que les curieux, avec cet instinct qui pressent un malheur, se demandaient quel accident pouvait être arrivé à bord. Néanmoins les experts en navigation reconnaissaient que si un accident était arrivé, ce ne pouvait être au bâtiment lui-même; car il s'avançait dans toutes les conditions d'un navire parfaitement gouverné: son ancre était en mouillage, ses haubans de beaupré décrochés; et près du pilote, qui s'apprêtait à diriger le Pharaon par l'étroite entrée du port de Marseille, était un jeune homme au geste rapide et à l'œil actif, qui surveillait chaque mouvement du navire et répétait chaque ordre du pilote.
La vague inquiétude qui planait sur la foule avait particulièrement atteint un des spectateurs de l'esplanade de Saint-Jean, de sorte qu'il ne put attendre l'entrée du bâtiment dans le port; il sauta dans une petite barque et ordonna de ramer au-devant du Pharaon, qu'il atteignit en face de l'anse de la Réserve.
En voyant venir cet homme, le jeune marin quitta son poste à côté du pilote, et vint, le chapeau à la main, s'appuyer à la muraille du bâtiment.
C'était un jeune homme de dix-huit à vingt ans, grand, svelte, avec de beaux yeux noirs et des cheveux d'ébène; il y avait dans toute sa personne cet air calme et de résolution particulier aux hommes habitués depuis leur enfance à lutter avec le danger.
«Ah! c'est vous, Dantès! cria l'homme à la barque; qu'est-il donc arrivé, et pourquoi cet air de tristesse répandu sur tout votre bord?
—Un grand malheur, monsieur Morrel! répondit le jeune homme, un grand malheur, pour moi surtout: à la hauteur de Civita-Vecchia, nous avons perdu ce brave capitaine Leclère.
—Et le chargement? demanda vivement l'armateur.
—Il est arrivé à bon port, monsieur Morrel, et je crois que vous serez content sous ce rapport; mais ce pauvre capitaine Leclère....
—Que lui est-il donc arrivé? demanda l'armateur d'un air visiblement soulagé; que lui est-il donc arrivé, à ce brave capitaine?
—Il est mort.
—Tombé à la mer?
—Non, monsieur; mort d'une fièvre cérébrale, au milieu d'horribles souffrances.»
Puis, se retournant vers ses hommes:
«Holà hé! dit-il, chacun à son poste pour le mouillage!»
L'équipage obéit. Au même instant, les huit ou dix matelots qui le composaient s'élancèrent les uns sur les écoutes, les autres sur les bras, les autres aux drisses, les autres aux hallebas des focs, enfin les autres aux cargues des voiles.
Le jeune marin jeta un coup d'œil nonchalant sur ce commencement de manœuvre, et, voyant que ses ordres allaient s'exécuter, il revint à son interlocuteur.
«Et comment ce malheur est-il donc arrivé? continua l'armateur, reprenant la conversation où le jeune marin l'avait quittée.
—Mon Dieu, monsieur, de la façon la plus imprévue: après une longue conversation avec le commandant du port, le capitaine Leclère quitta Naples fort agité; au bout de vingt-quatre heures, la fièvre le prit; trois jours après, il était mort....
«Nous lui avons fait les funérailles ordinaires, et il repose, décemment enveloppé dans un hamac, avec un boulet de trente-six aux pieds et un à la tête, à la hauteur de l'île d'El Giglio. Nous rapportons à sa veuve sa croix d'honneur et son épée. C'était bien la peine, continua le jeune homme avec un sourire mélancolique, de faire dix ans la guerre aux Anglais pour en arriver à mourir, comme tout le monde, dans son lit.
—Dame! que voulez-vous, monsieur Edmond, reprit l'armateur qui paraissait se consoler de plus en plus, nous sommes tous mortels, et il faut bien que les anciens fassent place aux nouveaux, sans cela il n'y aurait pas d'avancement; et du moment que vous m'assurez que la cargaison....
—Est en bon état, monsieur Morrel, je vous en réponds. Voici un voyage que je vous donne le conseil de ne point escompter pour 25.000 francs de bénéfice.»
Puis, comme on venait de dépasser la tour ronde:
«Range à carguer les voiles de hune, le foc et la brigantine! cria le jeune marin; faites penaud!»
L'ordre s'exécuta avec presque autant de promptitude que sur un bâtiment de guerre.
«Amène et cargue partout!»
Au dernier commandement, toutes les voiles s'abaissèrent, et le navire s'avança d'une façon presque insensible, ne marchant plus que par l'impulsion donnée.
«Et maintenant, si vous voulez monter, monsieur Morrel, dit Dantès voyant l'impatience de l'armateur, voici votre comptable, M. Danglars, qui sort de sa cabine, et qui vous donnera tous les renseignements que vous pouvez désirer. Quant à moi, il faut que je veille au mouillage et que je mette le navire en deuil.»
L'armateur ne se le fit pas dire deux fois. Il saisit un câble que lui jeta Dantès, et, avec une dextérité qui eût fait honneur à un homme de mer, il gravit les échelons cloués sur le flanc rebondi du bâtiment, tandis que celui-ci, retournant à son poste de second, cédait la conversation à celui qu'il avait annoncé sous le nom de Danglars, et qui, sortant de sa cabine, s'avançait effectivement au-devant de l'armateur.
Le nouveau venu était un homme de vingt-cinq à vingt-six ans, d'une figure assez sombre, obséquieux envers ses supérieurs, insolent envers ses subordonnés: aussi, outre son titre d'agent comptable, qui est toujours un motif de répulsion pour les matelots, était-il généralement aussi mal vu de l'équipage qu'Edmond Dantès au contraire en était aimé.
«Eh bien, monsieur Morrel, dit Danglars, vous savez le malheur, n'est-ce pas?
—Oui, oui, pauvre capitaine Leclère! c'était un brave et honnête homme!
—Et un excellent marin surtout, vieilli entre le ciel et l'eau, comme il convient à un homme chargé des intérêts d'une maison aussi importante que maison Morrel et fils, répondit Danglars.
—Mais, dit l'armateur, suivant des yeux Dantès qui cherchait son mouillage, mais il me semble qu'il n'y a pas besoin d'être si vieux marin que vous le dites, Danglars, pour connaître son métier, et voici notre ami Edmond qui fait le sien, ce me semble, en homme qui n'a besoin de demander des conseils à personne.
—Oui, dit Danglars en jetant sur Dantès un regard oblique où brilla un éclair de haine, oui, c'est jeune, et cela ne doute de rien. À peine le capitaine a-t-il été mort qu'il a pris le commandement sans consulter personne, et qu'il nous a fait perdre un jour et demi à l'île d'Elbe au lieu de revenir directement à Marseille.
—Quant à prendre le commandement du navire, dit l'armateur, c'était son devoir comme second; quant à perdre un jour et demi à l'île d'Elbe, il a eu tort; à moins que le navire n'ait eu quelque avarie à réparer.
—Le navire se portait comme je me porte, et comme je désire que vous vous portiez, monsieur Morrel; et cette journée et demie a été perdue par pur caprice, pour le plaisir d'aller à terre, voilà tout.
—Dantès, dit l'armateur se retournant vers le jeune homme, venez donc ici.
—Pardon, monsieur, dit Dantès, je suis à vous dans un instant.»
Puis s'adressant à l'équipage: «Mouille!» dit-il.
Aussitôt l'ancre tomba, et la chaîne fila avec bruit. Dantès resta à son poste, malgré la présence du pilote, jusqu'à ce que cette dernière manœuvre fût terminée; puis alors:
«Abaissez la flamme à mi-mât, mettez le pavillon en berne, croisez les vergues!
—Vous voyez, dit Danglars, il se croit déjà capitaine, sur ma parole.
—Et il l'est de fait, dit l'armateur.
—Oui, sauf votre signature et celle de votre associé, monsieur Morrel.
—Dame! pourquoi ne le laisserions-nous pas à ce poste? dit l'armateur. Il est jeune, je le sais bien, mais il me paraît tout à la chose, et fort expérimenté dans son état.»
Un nuage passa sur le front de Danglars.
«Pardon, monsieur Morrel, dit Dantès en s'approchant; maintenant que le navire est mouillé, me voilà tout à vous: vous m'avez appelé, je crois?»
Danglars fit un pas en arrière.
«Je voulais vous demander pourquoi vous vous étiez arrêté à l'île d'Elbe?
—Je l'ignore, monsieur; c'était pour accomplir un dernier ordre du capitaine Leclère, qui, en mourant, m'avait remis un paquet pour le grand maréchal Bertrand.
—L'avez-vous donc vu, Edmond?
—Qui?
—Le grand maréchal?
—Oui.»
Morrel regarda autour de lui, et tira Dantès à part.
«Et comment va l'Empereur? demanda-t-il vivement.
—Bien, autant que j'aie pu en juger par mes yeux.
—Vous avez donc vu l'Empereur aussi?
—Il est entré chez le maréchal pendant que j'y étais.
—Et vous lui avez parlé?
—C'est-à-dire que c'est lui qui m'a parlé, monsieur, dit Dantès en souriant.
—Et que vous a-t-il dit?
—Il m'a fait des questions sur le bâtiment, sur l'époque de son départ pour Marseille, sur la route qu'il avait suivie et sur la cargaison qu'il portait. Je crois que s'il eût été vide, et que j'en eusse été le maître, son intention eût été de l'acheter; mais je lui ai dit que je n'étais que simple second, et que le bâtiment appartenait à la maison Morrel et fils. «Ah! ah! a-t-il dit, je la connais. Les Morrel sont armateurs de père en fils, et il y avait un Morrel qui servait dans le même régiment que moi lorsque j'étais en garnison à Valence.»
—C'est pardieu vrai! s'écria l'armateur tout joyeux; c'était Policar Morrel, mon oncle, qui est devenu capitaine. Dantès, vous direz à mon oncle que l'Empereur s'est souvenu de lui, et vous le verrez pleurer, le vieux grognard. Allons, allons, continua l'armateur en frappant amicalement sur l'épaule du jeune homme, vous avez bien fait, Dantès, de suivre les instructions du capitaine Leclère et de vous arrêter à l'île d'Elbe, quoique, si l'on savait que vous avez remis un paquet au maréchal et causé avec l'Empereur, cela pourrait vous compromettre.
—En quoi voulez-vous, monsieur, que cela me compromette? dit Dantès: je ne sais pas même ce que je portais, et l'Empereur ne m'a fait que les questions qu'il eût faites au premier venu. Mais, pardon, reprit Dantès, voici la santé et la douane qui nous arrivent; vous permettez, n'est-ce pas?
—Faites, faites, mon cher Dantès.»
Le jeune homme s'éloigna, et, comme il s'éloignait, Danglars se rapprocha.
«Eh bien, demanda-t-il, il paraît qu'il vous a donné de bonnes raisons de son mouillage à Porto-Ferrajo?
—D'excellentes, mon cher monsieur Danglars.
—Ah! tant mieux, répondit celui-ci, car c'est toujours pénible de voir un camarade qui ne fait pas son devoir.
—Dantès a fait le sien, répondit l'armateur, et il n'y a rien à dire. C'était le capitaine Leclère qui lui avait ordonné cette relâche.
—À propos du capitaine Leclère, ne vous a-t-il pas remis une lettre de lui?
—Qui?
—Dantès.
—À moi, non! En avait-il donc une?
—Je croyais qu'outre le paquet, le capitaine Leclère lui avait confié une lettre.
—De quel paquet voulez-vous parler, Danglars?
—Mais de celui que Dantès a déposé en passant à Porto-Ferrajo?
—Comment savez-vous qu'il avait un paquet à déposer à Porto-Ferrajo?»
Danglars rougit.
«Je passais devant la porte du capitaine qui était entrouverte, et je lui ai vu remettre ce paquet et cette lettre à Dantès.
—Il ne m'en a point parlé, dit l'armateur; mais s'il a cette lettre, il me la remettra.»
Danglars réfléchit un instant.
«Alors, monsieur Morrel, je vous prie, dit-il, ne parlez point de cela à Dantès; je me serai trompé.»
En ce moment, le jeune homme revenait; Danglars s'éloigna.
«Eh bien, mon cher Dantès, êtes-vous libre? demanda l'armateur.
—Oui, monsieur.
—La chose n'a pas été longue.
—Non, j'ai donné aux douaniers la liste de marchandises; et quant à la consigne, elle avait envoyé avec le pilote côtier un homme à qui j'ai remis nos papiers.
—Alors, vous n'avez plus rien à faire ici?»
Dantès jeta un regard rapide autour de lui.
«Non, tout est en ordre, dit-il.
—Vous pouvez donc alors venir dîner avec nous?
—Excusez-moi, monsieur Morrel, excusez-moi, je vous prie, mais je dois ma première visite à mon père. Je n'en suis pas moins reconnaissant de l'honneur que vous me faites.
—C'est juste, Dantès, c'est juste. Je sais que vous êtes bon fils.
—Et... demanda Dantès avec une certaine hésitation, et il se porte bien, que vous sachiez, mon père?
—Mais je crois que oui, mon cher Edmond, quoique je ne l'aie pas aperçu.
—Oui, il se tient enfermé dans sa petite chambre.
—Cela prouve au moins qu'il n'a manqué de rien pendant votre absence.»
Dantès sourit.
«Mon père est fier, monsieur, et, eût-il manqué de tout, je doute qu'il eût demandé quelque chose à qui que ce soit au monde, excepté à Dieu.
—Eh bien, après cette première visite, nous comptons sur vous.
—Excusez-moi encore, monsieur Morrel, mais après cette première visite, j'en ai une seconde qui ne me tient pas moins au cœur.
—Ah! c'est vrai, Dantès; j'oubliais qu'il y a aux Catalans quelqu'un qui doit vous attendre avec non moins d'impatience que votre père: c'est la belle Mercédès.»
Dantès sourit.
«Ah! ah! dit l'armateur, cela ne m'étonne plus, qu'elle soit venue trois fois me demander des nouvelles du Pharaon. Peste! Edmond, vous n'êtes point à plaindre, et vous avez là une jolie maîtresse!
—Ce n'est point ma maîtresse, monsieur, dit gravement le jeune marin: c'est ma fiancée.
—C'est quelquefois tout un, dit l'armateur en riant.
—Pas pour nous, monsieur, répondit Dantès.
—Allons, allons, mon cher Edmond, continua l'armateur, que je ne vous retienne pas; vous avez assez bien fait mes affaires pour que je vous donne tout loisir de faire les vôtres. Avez-vous besoin d'argent?
—Non, monsieur; j'ai tous mes appointements du voyage, c'est-à-dire près de trois mois de solde.
—Vous êtes un garçon rangé, Edmond.
—Ajoutez que j'ai un père pauvre, monsieur Morrel.
—Oui, oui, je sais que vous êtes un bon fils. Allez donc voir votre père: j'ai un fils aussi, et j'en voudrais fort à celui qui, après un voyage de trois mois, le retiendrait loin de moi.
—Alors, vous permettez? dit le jeune homme en saluant.
—Oui, si vous n'avez rien de plus à me dire.
—Non.
—Le capitaine Leclère ne vous a pas, en mourant, donné une lettre pour moi?
—Il lui eût été impossible d'écrire, monsieur; mais cela me rappelle que j'aurai un congé de quinze jours à vous demander.
—Pour vous marier?
—D'abord; puis pour aller à Paris.
—Bon, bon! vous prendrez le temps que vous voudrez, Dantès; le temps de décharger le bâtiment nous prendra bien six semaines, et nous ne nous remettrons guère en mer avant trois mois.... Seulement, dans trois mois, il faudra que vous soyez là. Le Pharaon, continua l'armateur en frappant sur l'épaule du jeune marin, ne pourrait pas repartir sans son capitaine.
—Sans son capitaine! s'écria Dantès les yeux brillants de joie; faites bien attention à ce que vous dites là, monsieur, car vous venez de répondre aux plus secrètes espérances de mon cœur. Votre intention serait-elle de me nommer capitaine du Pharaon?
—Si j'étais seul, je vous tendrais la main, mon cher Dantès, et je vous dirais: «C'est fait.» Mais j'ai un associé, et vous savez le proverbe italien: Che a compagne a padrone. Mais la moitié de la besogne est faite au moins, puisque sur deux voix vous en avez déjà une. Rapportez-vous-en à moi pour avoir l'autre, et je ferai de mon mieux.
—Oh! monsieur Morrel, s'écria le jeune marin, saisissant, les larmes aux yeux, les mains de l'armateur; monsieur Morrel, je vous remercie, au nom de mon père et de Mercédès.
—C'est bien, c'est bien, Edmond, il y a un Dieu au ciel pour les braves gens, que diable! Allez voir votre père, allez voir Mercédès, et revenez me trouver après.
—Mais vous ne voulez pas que je vous ramène à terre?
—Non, merci; je reste à régler mes comptes avec Danglars. Avez-vous été content de lui pendant le voyage?
—C'est selon le sens que vous attachez à cette question, monsieur. Si c'est comme bon camarade, non, car je crois qu'il ne m'aime pas depuis le jour où j'ai eu la bêtise, à la suite d'une petite querelle que nous avions eue ensemble, de lui proposer de nous arrêter dix minutes à l'île de Monte-Cristo pour vider cette querelle; proposition que j'avais eu tort de lui faire, et qu'il avait eu, lui, raison de refuser. Si c'est comme comptable que vous me faites cette question je crois qu'il n'y a rien à dire et que vous serez content de la façon dont sa besogne est faite.
—Mais, demanda l'armateur, voyons, Dantès, si vous étiez capitaine du Pharaon, garderiez-vous Danglars avec plaisir?
—Capitaine ou second, monsieur Morrel, répondit dit Dantès, j'aurai toujours les plus grands égards pour ceux qui posséderont la confiance de mes armateurs.
—Allons, allons, Dantès, je vois qu'en tout point vous êtes un brave garçon. Que je ne vous retienne plus: allez, car je vois que vous êtes sur des charbons.
—J'ai donc mon congé? demanda Dantès.
—Allez, vous dis-je.
—Vous permettez que je prenne votre canot?
—Prenez.
—Au revoir, monsieur Morrel, et mille fois merci.
—Au revoir, mon cher Edmond, bonne chance!»
Le jeune marin sauta dans le canot, alla s'asseoir à la poupe, et donna l'ordre d'aborder à la Canebière. Deux matelots se penchèrent aussitôt sur leurs rames, et l'embarcation glissa aussi rapidement qu'il est possible de le faire, au milieu des mille barques qui obstruent l'espèce de rue étroite qui conduit, entre deux rangées de navires, de l'entrée du port au quai d'Orléans.
L'armateur le suivit des yeux en souriant, jusqu'au bord, le vit sauter sur les dalles du quai, et se perdre aussitôt au milieu de la foule bariolée qui, de cinq heures du matin à neuf heures du soir, encombre cette fameuse rue de la Canebière, dont les Phocéens modernes sont si fiers, qu'ils disent avec le plus grand sérieux du monde et avec cet accent qui donne tant de caractère à ce qu'ils disent: «Si Paris avait la Canebière, Paris serait un petit Marseille.»
En se retournant, l'armateur vit derrière lui Danglars, qui, en apparence, semblait attendre ses ordres, mais qui, en réalité, suivait comme lui le jeune marin du regard.
Seulement, il y avait une grande différence dans l'expression de ce double regard qui suivait le même homme.


O Alquimista (Trecho) - Paulo Coelho


...A lenda pessoal é aquilo que você sempre desejou fazer. Todas as pessoas, no começo da juventude, sabem qual é sua lenda pessoal.
Nesta altura da vida, tudo é claro, tudo é possível, e não temos medo de sonhar e de desejar tudo aquilo que gostaríamos de fazer. Entretanto, à medida em que o tempo vai passando, uma misteriosa força começa a tentar provar que é impossível realizar a Lenda Pessoal.
Esta força que parece ruim, na verdade está ensinando a você como realizar sua Lenda Pessoal.
Está preparando seu espírito e sua vontade, porque existe uma grande verdade neste planeta: seja você quem for, quando quer com vontade alguma coisa, é porque este desejo nasceu na alma do Universo.
É sua missão na Terra.


The Divine Image - William Blake

To Mercy, Pity, Peace, and Love
All pray in their distress;
And to these virtues of delight
Return their thankfulness.


For Mercy, Pity, Peace, and Love
Is God, our father dear,
And Mercy, Pity, Peace, and Love
Is Man, his child and care.


For Mercy has a human heart,
Pity a human face,
And Love, the human form divine,
And Peace, the human dress.


Then every man, of every clime,
That prays in his distress,
Prays to the human form divine,
Love, Mercy, Pity, Peace.


And all must love the human form,
In heathen, Turk, or Jew;
Where Mercy, Love, and Pity dwell
There God is dwelling too.