viernes, 25 de septiembre de 2015

Chocolate Amargo con Miel - Relato de Jesús Gutiérrez Velarde - Capítulo VI

Ricardo se acercó a Luis y ambos se aproximaron a mí.
- Luis, este es Jesús. Está pasando las vacaciones en casa de sus abuelos, esa que está detrás del bar de Agustín. Jesús, este es Luis.
- Hola, Luis – me limité a decir.
- Aupa, Jesús. ¿Qué tal? Ya veo que no eres nuevo por aquí así que ya puedes considerarte miembro de nuestra cuadrilla – dijo, autoproclamándose líder de la pandilla.
- Gracias – dije yo, y sin pensarlo un segundo, propuse - ¿Qué tal si nos vamos a bañar todos ahora? Seguro que habréis traído los bañadores…
- Pues claro – respondió Luis y añadió – Aquí no se juega al fútbol sin que después nos demos un baño ahí abajo – dijo, señalando al Machón.

La alegría era indescriptible. Todos nos dirigimos hacia el sendero que nos habría de llevar a aquella piscina de aguas mansas entre gritos y carcajadas. Al poco, ya nos habíamos zambullido en nuestro río, los más mayores haciendo gala de su valentía metiéndose en las zonas menos seguras, los demás, prudentes, buscando el sosiego de las orillas como nuestros padres  nos tenían a todos dicho desde que allí fuéramos por primera vez.
A un metro más o menos del agua sobresalía una roca lo suficientemente fuerte para sostener el peso de cualquiera de nosotros, hasta de varios quizás, así que los más osados trepaban con la ayuda de pies y manos hasta erguirse en ella para después lanzarse a lo bomba salpicándonos a todos. Los que allí vivían iban incluso más lejos y hasta eran capaces de tirarse de cabeza sin hacerse ningún daño, lo que a mí me parecía una verdadera hazaña. Yo me limitaba a nadar de la forma en que sabía, manteniéndome a flote y avanzando poco a poco con los brazos sin olvidar de esforzarme en mover los pies a la vez, como me había dicho mi padre, pero sin demasiado éxito aún.
Todos parecían haber asumido el liderazgo de Luis, talvez porque fuera de la ciudad, o porque sus padres fueran ricos y vivieran en la casa grande o simplemente porque era el que más confianza tenía en sí mismo. A mí me resultaba extraño que alguien de fuera hubiera tomado el mando así, en un abrir y cerrar de ojos, casi sin hacer nada pero, una vez más, preferí permanecer callado. En el fondo había algo en aquel chaval que me agradaba, sin saber muy bien lo que era.
Teresa se había quedado en la orilla presenciando atenta nuestras bromas y aguadillas y yo, de vez en cuando, le robaba una mirada fugaz. Desde el agua y con el sol a sus espaldas, era aún más guapa con su vestidito inmaculadamente blanco y sus sandalias de goma. Durante un momento, creí sentir que ella también me miraba y me sonreía pero, quizás, sólo fue producto de mi imaginación, consecuencia apenas de un deseo que a lo mejor nunca se convertiría en realidad.
De este modo continuamos durante no sé cuánto tiempo, ajenos al mundo, hasta que uno de los niños preguntó a voz en grito:
- ¿Qué hora es? ¿Alguien tiene reloj?
- Yo no – dijo uno.
- Ni yo – dijo otro.
- Ni yo – rió otro.
- Yo sí tengo – respondió Teresa al cabo de unos segundos – Van a ser la una y veinte.
- ¡Dios mío! – dije yo – Tenemos que darnos prisa. Mi abuela me ha dicho que tenía que volver a casa a la una y media para comer, así que más nos vale salir de aquí lo antes posible, secarnos, vestirnos e irnos. Vosotros también tendréis que ir a comer, ¿no?
- Sí – respondieron unos cuantos al unísono.
Y en menos de cinco minutos, ya estábamos todos preparados y subiendo la ladera que daba a la Galiana para ir a nuestras respectivas casas a comer. Cada uno tomó su camino y yo dirigí mis pasos hacia casa con la triunfante sensación de pertenecer a la cuadrilla de niños de Laiseca por derecho propio y por todos aceptado, si bien no acababa de entender eso de que Luis se hubiera convertido en el líder de esa manera tan rápida.
En el camino de vuelta, no paraba de pensar en Teresa, sin saber por qué ni de qué manera, sin sentimientos definidos. A la una y media en punto, entraba por la puerta de casa, como le había prometido a mi abuela.

- ¡Abuela! – grité mientras subía por las escaleras – Ya estoy aquí.



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