domingo, 27 de septiembre de 2015

Chocolate Amargo con Miel - Relato de Jesús Gutiérrez Velarde - Capítulo IX

Al cabo de unos días, se empezó a correr el rumor de que pronto sería el cumpleaños de Luis, el de la casa grande, que sus padres darían la mayor fiesta que Laiseca hubiera conocido en sus años de existencia y que, al parecer, no habría ni un solo niño que no fuera a ser testigo presencial de tal acontecimiento. Yo siempre había vivido estas celebraciones con el mismo entusiasmo y emoción con que vivía el día de Reyes, levantándome antes que nadie en mi casa, corriendo como un poseso, en busca de los regalos que, como todos los años, habrían dejado para mí en algún rincón de algún cuarto o de la cocina, mientras mis padres, aún en la cama, no paraban de reírse viéndome recorrer la casa entera hasta dar con el botín que Melchor, mi rey favorito, me había dejado y, junto al cual, invariablemente, encontraba siempre una o dos barras de chocolate rellenas de frutas.
Igualmente, la fiesta de Luis que estaba por llegar, me producía la misma ansiedad, la misma turbación, aunque no fuera yo el agasajado. Ya podía visualizar todo: los globos de colores, la mesa llena de galletas y bizcochos y pasteles y todas las chucherías a las que, desdichadamente, no tenía acceso todos los días. Nos imaginaba a todos alrededor de la gran mesa, con litros y litros de limonada de todos los sabores, y el padre de Luis, talvez, sacando fotos no sólo de su hijo soplando las indispensables velas mientras hacía su pedido, sino de todos nosotros disfrutando de tan inusitado banquete. ¿Qué es lo que pediría Luis al soplar las velas? ¿Qué hubiera pedido yo? No sé. Yo me habría conformado con lo que ya tenía y me hubiera recreado en cada momento de la fiesta como si nada más tuviera importancia. ¿Y qué ropa me pondría yo? ¿Y qué regalos le harían? ¿Y a qué hora sería la fiesta? ¿Y cuándo me invitaría para que la ansiedad de la duda que ocasionalmente me asaltaba se desvaneciera de una vez por todas y la seguridad me dejara disfrutar anticipadamente de lo que prometía ser algo inolvidable? ¿Vendría alguien más que no fuera del pueblo, talvez algún primo o familiar suyo de la ciudad? Tendría que esmerarme aún más de lo que ya lo hacía en mi manera de comportarme. Esta no iba a ser una fiesta cualquiera. Quizás le pediría a mi abuela que me llevara al barbero a cortarme el pelo para estar más guapo. No sabía que ropa me pondría para tamaña ocasión, de eso se encargaría mi abuela, como siempre lo hacía los domingos antes de ir a misa. De lo que no tenía duda era de que me pondría los mismos zapatos de charol con los que había viajado de la mano de mi madre, aquellos que relucían al roce del sol y en los que casi podía ver mi propio reflejo de tanto que brillaban.
Por primera vez en todo el verano, el tiempo pareció transcurrir más lentamente, para mi desesperación. La invitación no llegaba. Luis todavía no me había dicho nada personalmente y, aunque nuestro día a día no había cambiado substancialmente, mi corazón se disparaba cuando me encontraba en su presencia, mi angustia aumentaba, y él, como si nada, pasaba por alto cualquier comentario que hiciera referencia a la invitación, la bendita invitación que tanto anhelaba yo y que no parecía querer llegar.
Mi abuela comenzó a percibir ligeros cambios en mi actitud, a veces pensativo, a veces impaciente y, entre mimos y cariños, no paraba de preguntarme lo que me pasaba, si estaba bien y todas esas cosas que las abuelas y las madres preguntan siempre pues parece que nada se les escapa. Yo me limitaba a abrazarla diciendo que todo estaba bien, a sabiendas de que, de alguna manera, estaba mintiendo, lo que, tal y como lo recuerdo, no había hecho antes. De todas formas, todo se aclararía en breve, en cuanto Luis se dirigiera a mí y me dijera: “Jesús, no te olvides de que estás invitado a mi fiesta el sábado que viene, ¿vale?” Entonces le explicaría todo a mi abuela y ella comprendería, sin reproches, sin preguntarme porqué no había compartido antes mi ansiedad y mis temores con ella. Mi abuela era así y yo lo sabía por lo que no había nada de qué preocuparse por ese lado.

Ya era jueves y nada. Seguíamos yendo al Machón y jugando al fútbol en la Galiana como si tal cosa aunque yo seguía sin entender nada de lo que estaba ocurriendo. ¿Por qué no se mencionaba la fiesta de cumpleaños? ¿Por qué Luis continuaba tratándome de la misma forma pero sin ni siquiera tocar el asunto que tanta angustia me estaba causando? ¿Sería que no tenía intención de invitarme? ¿Sería que vivir en la humilde casa de detrás de la vivienda de Agustín tenía algún significado para él, acostumbrado a todo tipo de lujos y caprichos, a tener todo lo que deseaba sin ni tan siquiera tener que pedirlo? ¿Tendría algo que ver con el hecho de que mi abuelo bebiera un poco más de la cuenta, lo cual era de todos conocido? “No”, pensaba yo, “eso no puede ser. Casi todos los hombres que pasan las horas muertas en los bares, jugando al tute, frecuentemente beben más de lo que debieran y no pasa nada” ¿Habría habido algún tipo de rencilla entre nuestras familias en tiempos pasados de la que yo no tenía conocimiento? Eso tampoco parecía tener demasiado sentido. Fue el propio Luis el que, desde el principio, me había dicho, al poco de conocerme, que ya era parte de su cuadrilla, uno más del grupo. ¿Qué podría ser, entonces? ¿Cuál podría ser la razón por la cual ese convite demoraba tanto con el consecuente aumento de mi ansiedad e inseguridad? Por más vueltas que le diera, no podía encontrar una sola respuesta que me calmara aunque tan sólo fuera ligeramente.


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