miércoles, 30 de septiembre de 2015

Chocolate Amargo con Miel - Relato de Jesús Gutiérrez Velarde - Capítulo XII

Escuchando a mi abuela mi corazón pareció encontrar cierta paz de nuevo y esbocé una sonrisa que, si bien no era la que solía lucir en circunstancias normales, ya parecía tener un cierto aire. Mi abuela continuó hablando:
- Además no hay fiesta por grande que sea que no pueda substituirse por otra de iguales proporciones e idénticos resultados, si no mejores, así que hoy vamos a celebrar aquí, en casa, nuestro cumpleaños: el tuyo, el de tu abuelo y el mío – dijo, volviendo a sonreír.
- Pero, abuela,- dije yo – hoy no hacemos los años ninguno de los tres.
- Por eso mismo – respondió ella – Los tres cumpleaños caen en fechas en que tú estás en época escolar y no podemos celebrarlos juntos, de modo que lo haremos hoy. ¿Qué te parece?
Mi llanto había desaparecido dando paso a una nueva ilusión, más personal e íntima, como, si al final de todo, aquel día fuera a ser de verdad inolvidable, tanto o más que si Luis me hubiera convidado a su fiesta.
- Así que levántate de esa cama ahora mismo y vamos a organizar todo lo más rápido posible – dijo ella, sonriendo como si nada hubiera ocurrido.
Yo no pude por menos que obedecerla, haciendo gala de la misma sonrisa que, en mi corazón de niño, creí haber extraviado.
Mi abuela salió del dormitorio apremiada por el tiempo que, según ella, no era mucho a no ser que lo que debiera ser merienda, se transformara en cena. Eran casi las seis de la tarde.
Se dirigió a la cocina con presteza y encendió la chapa. Mi abuelo se encontraba en casa también, descansando en su cuarto, como a él le gustaba referirse a sus interminables siestas cuando lo que él llamaba trabajo se lo permitía. Mi abuela le despertó sin mayores miramientos lo cual no le debió hacer mucha gracia, siendo el descanso y el vino sus más fieles compañeros, en la guerra y en la paz. Hablaron durante unos minutos en voz baja y, al poco, mi abuelo ya estaba vestido y listo para salir casi con la misma premura con que mi abuela iba poniendo todo en su lugar en la cocina donde habría de tener lugar la merienda en honor a todos nosotros aunque yo de sobra sabía que lo estaban haciendo todo por mí y sólo por mí.
En cualquier fiesta que se precie, más aún en aquellos años, no podía faltar el omnipresente chocolate así que esa fue su primera labor. Siempre había en casa alguna tableta de chocolate de hacer, de modo que mi abuela la fue troceando hasta convertirla prácticamente en virutas mientras la leche iba hirviendo poco a poco al calor del fuego. En otra cazuela fue preparando la pasta que más tarde se convertiría en mis adorados frisuelos. Todo iba viento en popa cuando regresó mi abuelo con una enorme bolsa en la mano en la que, después sabría, había todas las cosas por las que un niño daría hasta la vida, si fuera necesario. Ambos me pidieron que bajara a la calle y no subiera de nuevo hasta que ellos me llamaran. Asó lo hice. Fui escaleras abajo mucho más animado, sin el nudo que atenazaba mi pecho, con ilusiones renovadas y sonrisa de domingo. El creciente sufrimiento por el que había pasado desde el jueves se iba desvaneciendo paulatinamente ante el giro que habían dado los acontecimientos. No recuerdo si la imagen, aún fresca, de todos los niños de Laiseca en la fiesta de Luis me causaba algún dolor en aquellos momentos en que descendía las escaleras. Talvez no había pasado de un despiste, un error de cálculo o un olvido (imperdonable cuando la víctima es uno mismo) pero de lo que sí estaba seguro ahora era de que de ninguna de las maneras iba a dejar que eso estropeara lo que, con tanto amor, estaba preparando mi abuela para mí, para nosotros.
Deambulé por los alrededores pensando en lo que mi madre solía decir con tanta frecuencia: “Cuando se cierra una puerta, Dios siempre abre una ventana”, lo que debía de ser cierto a tenor de los hechos, como lo eran otras muchas cosas que había oído de boca de mi madre. Paseé por las huertas, entre tomates y vainas, sin tocar nada, siguiendo el sendero que daba a la Riega. Me quedé mirando sus aguas transparentes creyendo verme en ellas, borrosamente, como si de un espejo translúcido se tratara y en esas estaba yo cuando se oyó una voz que provenía de la casa.
- ¡Susito! ¡Susito!

Era, por supuesto la voz de mi abuela.


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