sábado, 26 de septiembre de 2015

Chocolate Amargo con Miel - Relato de Jesús Gutiérrez Velarde - Capítulo VIII

Yo, desconocedor hasta entonces de lo que era sentir vergüenza en público, no me hice de rogar y acepté al instante con plena aprobación de mi abuelo. El Sr. Chuleta se encargó de todo. Me subió en una de las grandes mesas de madera donde se jugaba al tute y pidió, con cierta autoridad, que todo el mundo se callara. Así lo hicieron y yo, por unos minutos, me sentí el rey del mundo. Canté una vieja canción que había aprendido, palabra por palabra, de la radio, moviendo los brazos y los pies al ritmo de la música, cerrando los ojos cuando así lo requería la letra en un esfuerzo de expresar el más hondo sentimiento, entregándome en cuerpo y alma a lo que estaba haciendo y que tantas veces había hecho en la soledad de mi cuarto frente al espejo del armario que olía a alcanfor. Mi público me miraba boquiabierto por la sensibilidad y emoción que brotaban de mi garganta, poco propias de un niño de mi edad que nunca se había visto delante de una audiencia silenciosa, pendientes de mí, sólo de mí. Cuando hube terminado, abrí los ojos, como si estuviera regresando de un trance y volví a mi postura natural, sin parar de sonreír, enormemente complacido por lo bien que lo había hecho. Sí, me sentía orgulloso, muy orgulloso de mí mismo. Tras un breve silencio, el Sr. Chuleta se puso en pie y lanzó los primeros aplausos, a los que se unieron los de todos los demás que allí se encontraban. Yo no cabía en mí mismo. ¿Lo habría hecho tan bien, de verdad? Permanecí de pie en la mesa hasta que los asistentes, un rato después, dejaron de aplaudir. No podía pedir más ante la mirada de orgullo de mi abuelo como si estuviera queriendo decirles a todos ellos: “¿Os dais cuenta? Ese chavalillo que está ahí, encima de la mesa, es mi nieto, el nieto de Jesús Velarde. ¿Qué os parece?”
Todo podría haber acabado así y yo habría tenido mi día de gloria pero no, aún faltaba algo más, algo tremendamente inesperado pero que de la manera en que se llevó a cabo pareció de lo más natural. El Sr. Chuleta se quitó la boina y dirigiéndose a todos con su voz ronca, dijo:
- No os pensaréis que el espectáculo que nos ha dado este niño nos va a salir gratis, ¿verdad? A los artistas, que yo sepa, se les paga, así que ya podéis ir aflojando el bolsillo y ni se os ocurra intentar haceros los suecos, ¿eh?
Él mismo colocó en la boina las primeras cinco pesetas y la fue pasando por el bar sin que nadie pudiera escaquearse. Incluso Agustín contribuyó con algo aunque, por lo que a mí me pareció, un tanto a regañadientes. Cuando todos hubieron cumplido con lo que el Sr. Chuleta consideraba su obligación, recogió todo el dinero y me lo entregó, con una mirada llena de cariño y una cierta admiración. Yo, al principio, me negaba a cogerlo, a sabiendas de que todas las personas que en la aldea vivían eran tan pobres como mis propios abuelos pero, ante tanta insistencia, no tuve otra alternativa que aceptarlo, no sin antes agradecérselo a todos ellos desde lo más profundo de mi corazón.
El total de lo recaudado ascendía a cincuenta pesetas, lo que, a mis ojos, era una pequeña fortuna, una cantidad que nunca había tenido junta en toda mi vida y que, además, ahora era mía. Y es que, tenemos que admitir que, si el infierno, cuando a él se llega, no tiene límites ni conoce fronteras, la gloria, aquella gloria que sólo fue mía, tampoco.
Al poco, regresamos a casa, con mi corazón aún dando saltos de alegría y emoción y mi ansiedad disparada por contarle a mi abuela todo lo que me había ocurrido en tan sólo dos horas, quizás menos. Ella me escuchaba entusiasmada, orgullosa mientras mi abuelo me guiñaba el ojo de vez en cuando como si queriendo decirme: “¿A quién has salido tú, cariño? Pues a mí. No podría ser de otra forma. ¿Por qué crees que insistí tanto en que te llamaran como a mí?” Mi abuela me tomó entre sus brazos, me besó cálidamente y el tiempo pareció detenerse una vez más. Después cené y me acosté. Habían sido demasiadas emociones para un solo día.

Los días fueron pasando unos tras otros con la misma placidez y encanto, como si el tiempo nos hiciera un guiño de complicidad, como si él también disfrutara de la dulce monotonía que se respiraba en cada esquina del pueblo sin que nada rompiera aquella maravillosa paz. Para mí nada podía ser más perfecto. Tenía todo lo que deseaba tener: mis abuelos, mis amigos, mis cuadernos de caligrafía a los que todos los días les dedicaba un buen rato después de la comida, recostado en la hierba bajo la amable sombra de la higuera de enfrente de casa. Hasta mi momento de gloria había tenido. ¿Qué más le podía pedir a la vida en aquellos momentos? Todo tenía y nada me faltaba, si no fuera por la nostalgia tan grande que, ocasionalmente, me producía la falta de mi madre.

No había ya nadie en el pueblo que no me conociera o hubiera oído hablar de mí como el nieto de Jesús Velarde. Todos me trataban con cariño y bromeaban conmigo estuviera donde estuviera. Yo me dejaba querer y les retribuía con lo mejor que en mí había, con mi respeto, educación y cariño pues, de alguna manera les quería a todos ellos, a cada uno de una manera diferente, es verdad, pero por todos ellos sentía un enorme afecto, lo que , por la manera en que me trataban, no podía ser sino así.


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