viernes, 25 de septiembre de 2015

Chocolate Amargo con Miel - Relato de Jesús Gutiérrez Velarde - Capítulo V

Y sin más, reinicié mi camino, dando los mismos saltitos con los que había salido de casa, primero sobre un pie, luego sobre el otro y así sucesivamente, jugando con las piedrecitas del sendero, mirando hacia todos los lados sin concentrarme en nada. Yo estaba feliz, era feliz sin ningún gran motivo que lo justificara. Era feliz porque sí, porque no sabía ser otra cosa.

Los niños tienen la formidable ventaja de pertenecer a un grupo siempre abierto y dispuesto a acoger a un nuevo miembro en cuestión de minutos, de segundos, tal vez, sin mayores análisis, por el mero hecho de ser otro niño, ajeno a las locuras de los adultos que se pasan la vida diciéndoles lo que deben y no deben hacer, siempre de mal humor, salvo raras excepciones, vete a saber por qué, mirando sus relojes, corriendo de un lado como si sus vidas dependieran de ello. Y es que un niño es tan incapaz de penetrar en el enmarañado mundo de los adultos como éstos lo son de comprender la simplicidad con que los niños encaran la vida, a pesar de que ellos también fueron niños pero hace ya tanto tiempo que deben haberse olvidado de lo simple que era todo .Perdonémosles, pues en el fondo, ellos no tienen la culpa de haber perdido el brillo de sus ojos ni de haber dejado de creer en sueños alegando que los sueños, sueños son y además, las más de las veces, irrealizables.
Y así, con el espíritu de niño más puro que imaginar se pueda, llegué a la Galiana, casi trotando, cuando les vi. Era una cuadrilla de chavales de edades que podrían oscilar entre los seis y los once años, jugando con un balón de plástico en un improvisado campo de fútbol y con dos grandes piedras a cada extremo a modo de porterías, mientras otros, algunas niñas entre ellos, presenciaban con entusiasmo el acontecimiento deportivo desde los laterales del campo, unos sentados, otros tumbados en la hierba y todos, los de dentro y los de fuera gritando a voz en cuello. Las niñas animando al equipo en el que jugaban los que ellas consideraban más guapos o más simpáticos y los niños reclamando faltas inexistentes, fueras de juego y penaltis en cada uno de los lances que se sucedían una y otra vez. Parecían tan felices como yo pero más ruidosos y escandalosos lo que, por otra parte no me molestaba lo más mínimo, al contrario, me resultaba hasta curioso y divertido. A algunos de ellos ya les conocía de otros años y ellos también me reconocieron rápidamente a pesar de encontrarme aún a cierta distancia. Llegué y les saludé como si de toda la vida nos conociéramos:
- Hola, ¿qué tal?
- Hola – respondió uno de ellos – Estamos jugando un partido de fútbol, como puedes ver. Eres nuevo por aquí, ¿no?
 ¡Qué va! – Respondió Ricardo, que me conocía más que de sobra – Es Jesús. Lo que pasa es que no vive aquí, tan sólo pasa los veranos en casa de sus abuelos. ¿Qué tal, Jesús? – preguntó, dirigiendo sus ojos hacia mí.
- Muy bien, Ricar, con ganas de pasármelo muy bien. He traído el traje de baño y la toalla porque imagino que después nos bañaremos ahí abajo, en el Machón, ¿no?
- Eso está hecho. Bueno, a la mayoría ya los conoces. Si acaso, fíjate en ese rubio que lleva la pelota. Se llama Luis. Seguro que no le habías visto antes. Es de la ciudad y es la primera vez que va a pasar las vacaciones aquí con nosotros. Parece un chaval majo. Es el hijo de los de la casa grande que está en frente del bar de Cruz, ¿sabes? Creo que su padre es ingeniero o algo así y tienen mucho dinero pero él, Luis, quiero decir, no parece darle demasiada importancia a eso. Tienen coche, ¿sabes?
- ¿De verdad? ¿Es grande?
- Grandísimo. Tiene espacio para más de seis personas, un poco apretadas, eso sí, pero no por eso deja de ser un coche grandísimo, ¿no?
- Claro que no – dije yo, un tanto admirado.
- Y tú, ¿qué? ¿Cuánto tiempo te vas a quedar?
- Un mes entero. Llegué ayer con mi madre pero ella ha tenido que regresar a casa para atender a mi padre y a mis hermanos.

El juego seguía su normal decorrer si no fuera por el hecho de que, por lo que yo sabía de fútbol, se estaban marcando demasiados goles y siempre era el mismo equipo el que los metía, el de Luis, lo cual sólo podía significar dos cosas: o bien los unos eran muy buenos o los otros muy malos. Así continuamos un buen rato, atentos al partido pero sin dejar de hablar de nuestras cosas, de cómo nos habían ido las cosas en la escuela ese curso y cada vez eran más los que querían dar su opinión.
- Yo he cateado cinco – dijo un pelirrojo lleno de pecas – Mi padre dijo que me iba a matar pero, por lo visto, la sangre no va a llegar al río – dijo, riéndose - ¡Jo! Es que la escuela es un rollo….
Yo permanecí donde estaba, sonriendo y tratando de buscar las palabras adecuadas para explicarle lo equivocado que estaba con respecto al colegio, y cuando creí haberlas encontrado, preferí permanecer callado. Al fin y al cabo, la mayoría de los otros niños estaban totalmente de acuerdo y no paraban, entre carcajadas, de hacer muecas y gestos burlones intentando imitar a algunos de los profesores que les habían dado clase durante ese curso. A partir de ese momento, decidí que no hablaría más de la escuela, que mis ganas de aprender me las guardaría para mí y que bajo ningún concepto contaría a nadie lo de los cuadernos de caligrafía que había traído para mejorar mi letra y mucho menos lo de los libros de cuentos que también habían venido conmigo y que leería a la sombra de la higuera de enfrente de la casa de mi abuela.
Estaba allí para jugar, divertirme, bañarme en las frescas aguas del Machón, ir a pescar de vez en cuando y jugar en la Galiana. Lo demás lo dejaba a elección de mis abuelos.
De entre las pocas niñas que había en el grupo, creí reconocer a una que ya conocía de otros veranos y que, con frecuencia, pasaba desapercibida y no porque no fuera guapa, que lo era y mucho, sino por su timidez. La miré de reojo para cerciorarme de que era ella y sí, sin duda, era Teresa, la niña más guapa del pueblo, un poco mayor que yo y por la que los mayores hacían verdaderas tonterías para intentar llamar su atención. Ella casi nunca les hacía caso y continuaba lo que estuviera haciendo con la mayor naturalidad, como si no fuera nada con ella. Los niños de las tonterías se rendían siempre ante el desinterés que les mostraba Teresa en todo momento. Yo estaba seguro de que, por dentro, ella se moría de risa al ver tantos chavales, por otra parte normales, comportarse como tontos de capirote cuando estaban frente a ella.
Ella seguro que también me reconoció pues en cierta ocasión en que, sin querer, giré la cabeza hacia la portería del equipo que estaba perdiendo, mi mirada se encontró con la suya por unos segundos que a mí me parecieron interminables y que hicieron que mi corazón se desbocara dentro de mi pecho mientras me hacía consciente del rubor que se había apoderado de mí. No sé si ella sintió lo mismo, el caso es que miré en otra dirección lo más rápido que pude, tratando de disimular el aumento de temperatura que se había producido en mi rostro y del que me parecía que todos se habían percatado. Sin embargo, nadie dijo nada, lo que, en cierto modo, me alivió pero no demasiado ya que estaba seguro de que Teresa sí que se había dado cuenta, por lo que traté por todos los medios de dirigir mi mirada hacia todos los lados posibles, esquivando tan sólo aquel metro cuadrado en el que se encontraba ella.
El partido llegó a su fin y el equipo de Luis, el de la ciudad, ganó por tal goleada que se desató una pequeña discusión sobre el número exacto de goles que se habían marcado. Unos decían que quince, otros que dieciséis, Luis que diecisiete, el caso es que nunca supimos con certeza cual había sido el resultado final.


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