jueves, 24 de septiembre de 2015

Chocolate Amargo con Miel - Relato de Jesús Gutiérrez Velarde - Capítulo III

Y poco a poco se fue alejando por el mismo sendero por el que juntos habíamos venido esa misma mañana. En apenas unas horas, estaría de nuevo en casa, con mi padre y mis hermanos, pero sin mí. Por un momento me sentí triste pero luego pasó.
Subí a casa y me dirigí al que siempre había considerado mi cuarto, donde mi madre me había tenido, y miré minuciosamente cada rincón: el viejo armario apolillado soportando aún, estoicamente, el paso del tiempo con aquel olor inconfundible a alcanfor con el que siempre lo relacioné y que parecía eterno; las dos camas gemelas separadas apenas por una simple mesilla de noche a juego con el armario y casi en el mismo estado; el suelo que en algún momento de su ya larga vida habría sido, sin duda, una fina tarima de madera y que ahora chirriaba a cada paso que yo daba, lo que, por cierto, lejos de incomodarme, me resultaba extraordinariamente divertido, hasta el punto de que, a menudo, palpaba con mis pies las tablas más sueltas y saltaba sobre en ellas para que el ruido fuera, cuando menos, tan estridente como mis propias carcajadas. Aquel cuarto, resto de tiempos mejores, era mi lugar, mi territorio y, aunque nunca se lo había dicho a nadie, yo sentía que todo el mundo lo sabía por no sé qué extraña empatía. Había, además, un elemento que convertía este dormitorio tan corriente, por otra parte, en un paraíso de armonía y paz y que no era sino la gran ventana que se encontraba al lado derecho de la puerta y cuyas contraventanas, al abrirse, dejaban entrar maravillosos juegos de luces, como si el sol estuviera siempre de buen humor y quisiera compartirlo conmigo, sólo conmigo, o así quería creerlo yo.
Por no sé qué razón, los rayos de ese sol juguetón que se filtraban por esa mi ventana, se prendieron en mí de tal forma que, incluso hoy, si cierro los ojos, puedo aún recrear el enorme placer que despertaba en mí el primer calor de la mañana. Hasta mi abuela parecía haber reparado en la estrecha relación que había nacido entre aquella ventana, que pasaba desapercibida para todos, y yo, y cada mañana, bien temprano, como era costumbre en aquella casa, se acercaba de puntillas y, sin decir una sola palabra, abría lentamente las contraventanas, ya viejas, dejando paso a la luz que iba dibujando la habitación con las formas más curiosas hasta alcanzar mi rostro con su tibieza. Era entonces, y sólo entonces, cuando el sueño se desvanecía y mis ojos comenzaban a abrirse perezosamente a la vez que mi sonrisa ya intuía la presencia de mi abuela en mi refugio de luz. Luego, ella se acercaba despacio, sin hacer ruido, en silencio, como si esperara a que fuera yo el que profiriese las primeras palabras, lo que para ella sería muestra inequívoca de que ya estaba despierto. Así era siempre, ineludiblemente igual, maravillosamente rutinario y yo sentía que estar en el cielo debía ser muy parecido a la sensación que experimentaba todos los días en aquel mi viejo dormitorio con mi abuela y el sol por testigos.
Así fue mi primer despertar y así serían todos los demás que siguieron. La rutina matinal pasaba por la higiene personal que llevaba a cabo en el lavabo del fondo del balcón donde había aparecido mi abuela a mi llegada. Ella insistía en que me frotara bien por detrás de las orejas, que usara jabón para lavarme la cara y prestara especial atención a las legañas que , según ella, a veces por descuido, hacían que un niño guapo como yo pareciera feo y desaseado. Yo seguía cada uno de sus consejos al pie de la letra, entre risas que no podía contener. Después pasábamos a la cocina, donde el olor a pan recién asado estimulaba mi apetito como si llevara varios días sin comer. Mi abuela, parsimoniosamente, iba cortando las rebanadas, todas iguales, y yo, sentado a la mesa, aguardaba impaciente el momento de hundir aquel manjar cubierto de Natacha en el tazón de Cola-Cao que se encontraba, ya caliente, frente a mí. Ella, a veces, desayunaba conmigo si bien nunca fue una mujer de mucho comer pero debía comprender que mi deleite sería mayor al ser compartido. Comíamos en silencio, despacio, sin dejar de mirarnos, riéndonos sin saber por qué. La alegría no cabía en mi pecho siempre que esto ocurría, lo que era muy a menudo.
- ¿Qué vas a hacer hoy, cariño? – preguntó ella.
- No sé aún. Voy a salir a dar una vuelta a ver si encuentro a los niños que conocí el verano pasado. Seguro que iremos a bañarnos al Machón después – dije yo, mientras continuaba dando cuenta del suculento desayuno.
- Los niños a los que te refieres están todos por ahí, como siempre. Además, por estas fechas ya deben haber venido los veraneantes de la casa grande, esa que está en frente del bar de Cruz, ¿te acuerdas? Me parece que tienen un hijo de tu edad más o menos, así que seguro que podrás contar con un amigo más este verano. Luis, creo que se llama. En cualquier caso, si vais al Machón, andad con cuidado ya que, a pesar de no ser peligroso, no deja de ser un río y podría daros un susto si hacéis lo que no debéis.
- No te preocupes, abuela. ¿Sabes una cosa? Ya sé nadar – dije orgulloso
- ¿Qué me dices? – dijo ella fingiendo una enorme sorpresa.
- Bueno, no es que nade muy bien todavía pero ya no tengo ninguna dificultad en mantenerme a flote y avanzar con los brazos poco a poco. Mi padre dice, que en cuanto sea capaz de mover los pies acompasadamente, ya lo habré conseguido del todo y es eso exactamente lo que pretendo hacer este verano. Quiero nadar cada vez mejor hasta poder deslizarme por el agua como si fuera parte de ella, como si fuera un pez.
Mi abuela no pudo reprimir la risa.
- Lo digo en serio – me apresuré a decir medio enojado.
- Ya lo sé, mi vida, ya lo sé y seguro que lo vas a conseguir. Tan sólo me río por la manera que tienes de contar las cosas, poniendo el alma en ello, como si ya estuviera hecho, como si nada ni nadie pudiera impedirte lograr todo lo que te propongas.
- ¡Ah! – me limité a decir, luciendo esta vez la misma sonrisa que parecía no querer desaparecer de mis labios por más de unos pocos segundos.- Entonces,- continué – voy a salir, ¿vale, abuela?
- Vale, hijo pero no te olvides de venir a comer a la una y media
- Todavía no tengo reloj – dije yo.
- Ya lo sé. Casi todos los niños irán a sus casas a esa misma hora más o menos y si tienes algún problema, sólo tienes que preguntar la hora a cualquier persona mayor que te encuentres.
- Eso haré, entonces. Voy a ponerme el bañador y coger la toalla.

Unos minutos después me veía bajando las escaleras al trote, alegre como unas castañuelas, dispuesto a vivir todas las aventuras a las que un niño de siete años y cuatro meses tuviera derecho.


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