miércoles, 18 de noviembre de 2015

Los árboles mueren de pie (Fragmento) - Alejandro Casona

ISABEL.- Parece increíble, ¿verdad? Y sin embargo esa es la gran lección que he aprendido aquí. Mi cuarto era estrecho y pobre, pero no hacía falta más; era mi talla. En el invierno entraba el frío por los cristales, pero era un frío limpio, ceñido a mí como un vestido de casa. Tampoco había rosas en la ventana; solo unos geranios cubiertos de polvo. Pero todo a medida, y todo mío; mi pobreza, mi frío, mis geranios.
MAURICIO.- ¿Y es a aquella miseria a donde quieres volver? No lo harás.
ISABEL.- ¿Quién va a impedírmelo? 
MAURICIO.- Yo.
ISABEL.- ¿Tú? Escucha, ahora ya no hay maestro ni discípula; vamos a hablarnos por primera vez de igual a igual, y voy a contarte mi historia como si no fuera mía para que la veas más clara. Un día la muchacha sola fue sacada de su mundo y llevada a otro maravilloso. Todo lo que  no había tenido nunca se le dio de repente: una familia, una casa con árboles, un amor de recién casada. Solo se trataba, naturalmente, de representar una farsa, pero ella "no sabía medir" y se entregó demasiado. Lo que debía ser un escenario se convirtió en su casa verdadera. Cuando decía "abuela" no era una palabra recitada, era un grito que le venía de dentro y desde lejos. Hasta cuando el falso marido la besaba le temblaban las gracias en los pulsos. Siete días duró el sueño, y aquí tienes el resultado: ahora ya sé que mi soledad va a ser más difícil, y mis geranios más pobres y mi frío más frío. Pero son mi única verdad, y no quiero volver a soñar nunca por no tener que despertar otra vez. Perdóname si te parezco injusta.
MAURICIO.- Solamente en una parte. ¿Por qué te empeñas en pensar que esa historia es la tuya sola? ¿No puede ser la de los dos?
ISABEL.- ¿Qué quieres decir?
MAURICIO.- Que también yo he necesitado esta casa para descubrir mi verdad. Ayer no había aprendido aún de qué color son tus ojos. ¿Quieres que te diga ahora cómo son a cada hora del día, y cómo cambian de luz cuando abres la ventana y cuando miras el fuego, y cuando yo llego y cuando yo me voy?
ISABEL.- ¡Mauricio!
MAURICIO.- Siete noches te he sentido dormir a traves de mi puerta. No eras mía, pero me gustaba oírte respirar bajo el mismo techo. Tu aliento se me fue haciendo costumbre, y ahora lo único que sé que es que ya no podría vivir sin él; lo necesito junto a mí y para siempre, contra mi propia almohada. En tu casa o en la mía, ¡qué importa! Cualquiera de las dos puede ser la nuestra. Elige tú.


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