Ricardo se acercó a Luis y
ambos se aproximaron a mí.
- Luis, este es Jesús. Está
pasando las vacaciones en casa de sus abuelos, esa que está detrás del bar de
Agustín. Jesús, este es Luis.
- Hola, Luis – me limité a
decir.
- Aupa, Jesús. ¿Qué tal? Ya
veo que no eres nuevo por aquí así que ya puedes considerarte miembro de
nuestra cuadrilla – dijo, autoproclamándose líder de la pandilla.
- Gracias – dije yo, y sin
pensarlo un segundo, propuse - ¿Qué tal si nos vamos a bañar todos ahora?
Seguro que habréis traído los bañadores…
- Pues claro – respondió
Luis y añadió – Aquí no se juega al fútbol sin que después nos demos un baño
ahí abajo – dijo, señalando al Machón.
La alegría era
indescriptible. Todos nos dirigimos hacia el sendero que nos habría de llevar a
aquella piscina de aguas mansas entre gritos y carcajadas. Al poco, ya nos
habíamos zambullido en nuestro río, los más mayores haciendo gala de su
valentía metiéndose en las zonas menos seguras, los demás, prudentes, buscando
el sosiego de las orillas como nuestros padres
nos tenían a todos dicho desde que allí fuéramos por primera vez.
A un metro más o menos del
agua sobresalía una roca lo suficientemente fuerte para sostener el peso de
cualquiera de nosotros, hasta de varios quizás, así que los más osados trepaban
con la ayuda de pies y manos hasta erguirse en ella para después lanzarse a lo
bomba salpicándonos a todos. Los que allí vivían iban incluso más lejos y hasta
eran capaces de tirarse de cabeza sin hacerse ningún daño, lo que a mí me
parecía una verdadera hazaña. Yo me limitaba a nadar de la forma en que sabía,
manteniéndome a flote y avanzando poco a poco con los brazos sin olvidar de
esforzarme en mover los pies a la vez, como me había dicho mi padre, pero sin
demasiado éxito aún.
Todos parecían haber asumido
el liderazgo de Luis, talvez porque fuera de la ciudad, o porque sus padres
fueran ricos y vivieran en la casa grande o simplemente porque era el que más
confianza tenía en sí mismo. A mí me resultaba extraño que alguien de fuera
hubiera tomado el mando así, en un abrir y cerrar de ojos, casi sin hacer nada
pero, una vez más, preferí permanecer callado. En el fondo había algo en aquel
chaval que me agradaba, sin saber muy bien lo que era.
Teresa se había quedado en
la orilla presenciando atenta nuestras bromas y aguadillas y yo, de vez en
cuando, le robaba una mirada fugaz. Desde el agua y con el sol a sus espaldas,
era aún más guapa con su vestidito inmaculadamente blanco y sus sandalias de goma.
Durante un momento, creí sentir que ella también me miraba y me sonreía pero,
quizás, sólo fue producto de mi imaginación, consecuencia apenas de un deseo
que a lo mejor nunca se convertiría en realidad.
De este modo continuamos
durante no sé cuánto tiempo, ajenos al mundo, hasta que uno de los niños
preguntó a voz en grito:
- ¿Qué hora es? ¿Alguien
tiene reloj?
- Yo no – dijo uno.
- Ni yo – dijo otro.
- Ni yo – rió otro.
- Yo sí tengo – respondió
Teresa al cabo de unos segundos – Van a ser la una y veinte.
- ¡Dios mío! – dije yo –
Tenemos que darnos prisa. Mi abuela me ha dicho que tenía que volver a casa a
la una y media para comer, así que más nos vale salir de aquí lo antes posible,
secarnos, vestirnos e irnos. Vosotros también tendréis que ir a comer, ¿no?
- Sí – respondieron unos
cuantos al unísono.
Y en menos de cinco minutos,
ya estábamos todos preparados y subiendo la ladera que daba a la Galiana para
ir a nuestras respectivas casas a comer. Cada uno tomó su camino y yo dirigí
mis pasos hacia casa con la triunfante sensación de pertenecer a la cuadrilla
de niños de Laiseca por derecho propio y por todos aceptado, si bien no acababa
de entender eso de que Luis se hubiera convertido en el líder de esa manera tan
rápida.
En el camino de vuelta, no
paraba de pensar en Teresa, sin saber por qué ni de qué manera, sin
sentimientos definidos. A la una y media en punto, entraba por la puerta de
casa, como le había prometido a mi abuela.
- ¡Abuela! – grité mientras
subía por las escaleras – Ya estoy aquí.
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