Aquel inicio de verano tenía todos los
augurios para que se convirtiera , como algunos otros ya antes, en el remate
perfecto de un curso ya pasado y que había llenado mi ser de nuevas y
desconocidas emociones entre los pequeños libros que ya podía leer, aunque
lentamente, sin ayuda de nadie. Las vacaciones significaban no sólo un
larguísimo período de, a mi entender, merecido descanso. Para mí eran más,
mucho más, muchísimo más. Durante un mes permanecería en casa de mis abuelos,
casa que me vio nacer y en la que, a pesar de no tener aún ocho años,
encontraría todo lo que un niño de mi edad podría atreverse a soñar.
Allí estaba yo, junto a mi
madre, en la estación del pueblo en que vivíamos, esperando ansioso la llegada
del tren, majestuoso, que nos llevaría en un dulce balanceo a nuestro destino,
si bien la caminata que nos esperaba desde el apeadero hasta el hogar de mis
abuelos no haría sino acrecentar mi ansiedad hasta límites insospechados. Mi
madre se había esmerado, como siempre, en hacerme parecer un pequeño príncipe,
de tan aseado, pulcro y bien peinado que estaba y con aquellos zapatos de
charol que sólo usaba en ocasiones especiales y los domingos, tan limpios que
casi podía ver en ellos el reflejo de mi propia emoción al descender del tren,
sabiendo que ya estaba allí, que casi había llegado, que tendría un mes entero
de alegría, juegos y libertad, rodeado exclusivamente por las únicas dos
personas que me amaban y a quien amaba tanto como a mis propios padres.
Habiendo mi madre vivido en
este mismo lugar durante varios años antes de tenerme a mí, el camino, de
repente, pareció hacerse más corto, al evitar ella el largo trayecto por
aquella vieja carretera que no había conocido el asfalto ni por nombre. La
soltura y seguridad con las que mi madre se movía por los campos y prados que
nos llevarían hasta casa no eran sino una muestra más de su versatilidad, yo
agarrando su mano y mirándola de reojo sin parar de sonreír y mis, ya de por sí,
grandes ojos aumentando de tamaño por momentos ante la absoluta confianza de
que nada podría ocurrirme nunca mientras mi madre me tuviera cogido de la mano.
Ella era la fuerza, la constancia, el refugio, la protección, el pilar que
sustentaba todo lo que yo era y había sido hasta aquel día y, pensaba yo, así
sería por siempre jamás. Ella era el alma de mi familia, la mujer abnegada y
sacrificada que realizaba cualquier tarea, por dura que pudiera parecer, al
ritmo de las canciones de la época, tarareándolas, acostándose siempre la
última y levantándose la primera sin dejar nunca escapar la más mínima queja,
bien por el contrario, contagiándonos a todos con esa alegría incontenible y
esa disposición suyas.
Llevaba en la mano una
pequeña maleta de esas de antes, de las que ya no se fabrican por antiguas y
pasadas de moda, donde se encontraban mis cosas impecablemente dobladas y
ordenadas junto a mis cuadernos de caligrafía y mis lapiceros, pues desde que
descubriera la escritura había decidido, como si mi vida dependiera de ello,
practicar incansablemente hasta llegar a tener una letra tan hermosa y perfecta
que llamara la atención a todos los que fueran a leer lo que, sin duda,
escribiría cuando fuera mayor.
Y así, casi sin darme
cuenta, absorto en mis pensamientos de admiración hacia mi madre y la inminente
llegada a nuestro destino, siempre sin soltar la mano de quien me diera la
vida, ya estábamos en casa, aquella vieja casa de piedra que me había visto dar
mis primeros pasos y cuyos rincones me eran tan familiares como las letras del
alfabeto que ya formaban parte inseparable de mí.
Durante el día el portón de
madera maciza que daba al interior de la vivienda, mancillado por el paso de
los años, permanecía siempre abierto por
lo que sentí un enorme deseo de soltarme de la mano de mi madre y subir las
escaleras de dos en dos, de tres en tres, como si mis pequeñas piernas me
hubieran permitido semejante proeza. Sin embargo, me contuve, pues, en mi fuero
interno, conocía bien la manera de proceder de mi madre y por nada del mundo
hubiera querido disgustarla ni faltar a la educación que con tanto esmero me
había transmitido a lo largo de mis pocos años de vida. Así que, esperé,
impaciente y ansioso, a que se llevara a cabo lo que entre ellas dos, madre e
hija, se había convertido ya en un ritual. Yo seguía esperando, loco de
alegría, a unos pocos metros del lugar con el que tanto había soñado en los
meses precedentes cuando mamá alzó la voz, como solía hacer en estos casos, y
dijo:
-¡Madre!
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