miércoles, 23 de septiembre de 2015

Chocolate Amargo con Miel - Relato de Jesús Gutiérrez Velarde - Capítulo II

Yo suponía que mi abuela estaría en casa pues poco había en un lugar tan minúsculo, que ni en el mapa aparecía, para una mujer ya entrada en años, si no fuera por las pocas compras que hacía en la taberna de al lado ya que las tierras que labraban y los animales que criaban les proveían de prácticamente todo lo que pudieran necesitar. Mi excitación continuaba en aumento aguardando una respuesta al grito, si bien dulce, de mi madre cuando una silueta se fue acercando al balcón haciéndose visible casi al instante: era mi abuela con su eterno moño y uno de sus raídos delantales que ya formaban parte de su visual cotidiano. No dijo nada durante unos segundos. Se limitó a sonreírnos como ella sólo sabía hacerlo, como si en la pequeña distancia que nos separaba ya estuviera estrechándonos entre sus brazos, apretándonos contra su pecho, cubriéndonos de besos y caricias. Yo ni podía ni quería esperar más así que grité con todas mis fuerzas:
- ¡Abuela! ¡Baja, baja, abuela! ¡Somos nosotros!
Ella continuó sonriendo como si queriendo decir: “Sí, cariño, ya sé que sois vosotros. Ahora mismo bajo.”
El tiempo que transcurrió entre el momento en que volvió a desaparecer por la puerta del balcón para aparecer de nuevo en la entrada de la casa se me antojó una eternidad. Yo, pensaba, podría haberlo hecho mucho más rápido y ya estaría en sus brazos hacía tiempo.
Al verla allí, parada, tan menuda y encorvada tras lustros de luchas inacabadas, trabajos forzados y muy pocas horas de sueño, mi madre y yo nos abalanzamos hacia ella y nos fundimos los tres en un abrazo, ellas por el torso, pues eran casi de la misma altura, yo por la cintura, a pesar de ponerme de puntillas todo lo que pude en un intento de que el abrazo fuera más intenso, más de los tres, más mío con las dos mujeres que más quería hasta que la cruel muerte se las llevara de mi vida muchos años después.
- Así que ya habéis llegado, ¿eh?- dijo mi abuela acariciando las mejillas de mi madre.- Y tú, mi Susito querido, estás hecho todo un hombrecito ya. Debes haber crecido unos cuantos centímetros desde la última vez que te vi, mi cielo.
Apartó las manos de las mejillas de mi madre para acercarlas a mí y cargarme como si fuera un niño chico. Fue entonces cuando sentí de verdad a mi abuela, apretándome, besándome, acariciándome, y yo, colgado de su cuello, sin querer descolgarme, mirando de reojo a mi madre en un guiño de complicidad. Así permanecimos no sé cuánto tiempo, pero debió de ser mucho a los ojos de un niño que aún no tiene una clara noción del tiempo, ni reloj que lo mida, ni obligaciones que le fuercen a saber en que hora vive. Aquel día, en aquel momento, con mi madre por testigo, fue uno de los más felices de mi vida. Poco podría yo imaginar lo que iría a desarrollarse en los días que se sucedieron y que, sin yo hacer nada, habrían de mostrarme el lado oscuro de la vida, de las personas, y que aprendí de sopetón, sin previo aviso, sin preparación alguna y que, incluso hoy, muchos años después, continuo recordando con la misma intensidad en todos sus detalles.
Todos sabíamos que mi madre no podría quedarse mucho pues tenía una familia a la que atender, ahora temporalmente mermada con mi ausencia, así que tras la comida, después de saludar a algunos de los pocos vecinos que vivían en las cercanías y sin tiempo para ver a mi abuelo que se encontraba trabajando, se dirigió de nuevo a la estación donde nos habíamos apeado juntos, esta vez sola, pero no sin antes decirme cariñosamente, como en ella era costumbre, lo que esperaba de mí en estas semanas que ella no iba a estar a mi lado.
- Cariño, ya sabes que no puedo demorarme mucho. Los trenes no esperan. Obedece a tus abuelos siempre, ayúdales en todo lo que puedas y respétalos por encima de todo, así como los horarios que ellos te indiquen. No va a ser más difícil de lo que ya haces en casa, ya lo sabes. No les contestes, por favor. No olvides que te quieren mucho, tanto casi como yo, y si te han de regañar por alguna razón, será porque te habrás  equivocado en algo. Pide disculpas e intenta no volver a hacerlo, ¿de acuerdo, mi ángel?
- De acuerdo, mamá, pero no tienes nada de qué preocuparte. Voy a ser todo lo bueno que pueda para que se sientan orgullosos de mí y me dejen venir muchas veces más.
- Así me gusta, cariño. Confío en ti, siempre lo he hecho pero me parecía que debía recordarte algunas cosas que son importantes, no sólo para hoy sino para siempre. Cuando seas mayor, sabrás a lo que me refiero – añadió sin dejar de sonreír un instante mientras clavaba toda su dulzura en mis ojos.
- ¡Mamá! – dije yo.
- Dime, hijo.
- Estoy muy contento de estar aquí pero…. – me interrumpí por un instante, pensativo.
- Pero, ¿qué, cariño?
- Es que te voy a echar mucho de menos…
- No más que yo a ti, mi vida, pero, como sabes, tu padre y tus hermanos me necesitan y como te dije, desgraciadamente no puedo quedarme contigo. Además los días pasan mucho más rápido de lo que te puedas imaginar y antes de que te hayas dado cuenta ya estaré aquí de nuevo para recogerte y llevarte a casa. Seguro que tendrás un montón de cosas que contarme.
- Eso mismo, cielo – interrumpió mi abuela – Verás todas las cosas que tendrás para contarle a tu madre cuando regrese el mes que viene – dijo, acariciándome el pelo con las manos como si de una ligera brisa se tratara.
- Bueno, Susito. Ahora tengo que irme. Ya se está haciendo tarde, ¿vale, cariño?
- Vale, ama – concordé y me eché en sus brazos ya abiertos aguardándome como si fueran míos y los míos suyos. Me besó dulcemente en los ojos, la frente y las mejillas. Yo apenas me dejaba hacer mientras una enorme paz inundaba todo mi ser.
- Debes irte ya, hija mía – interrumpió mi abuela
- Sí, madre. Cuide mucho de él, por favor. No les va a dar ningún trabajo pero, aún así, no le pierdan de vista.
- No te preocupes, hija. Aquí no hay ningún peligro y yo misma me encargaré de que todo sea como tiene que ser. Ahora es mejor que te des prisa si no quieres perder el tren – dijo, acercándose para estrecharla en su pecho como tantas otras veces había hecho ya – y cuídate mucho, cariño.
- Así lo haré, madre. Hasta pronto, Susito mío. Pórtate bien, no lo olvides.

- No, mamá. Puedes irte tranquila.



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