Allí permanecí, afligido, si bien menos angustiado, hasta la hora del
almuerzo. No quería que mi abuela me viera en aquel estado de modo que, antes
de ir a casa, me pasé nuevamente por la fuente donde me lavé el rostro una y
otra vez hasta tener certeza de que no quedaba el más mínimo rastro del llanto
que no había podido contener y que habría dejado muy triste a mi abuela de
haberlo sabido. Esperé un poco más, esta vez al sol, hasta asegurarme de que mi
piel estaba seca, como debía estar, y tomé el sendero que me llevaría a casa
como había hecho otras muchas veces.
Comí en silencio, sin apetito, respondiendo de manera monosilábica las
preguntas que mi abuela me hacía, intentando sonreír, como siempre hacía, pero
sin conseguirlo esta vez.
A eso de las tres, cogí uno de mis libros de cuentos y me senté bajo
la higuera, intentando apartar mi cabeza de aquel cumpleaños que no hacía sino
atormentarme. Comencé a leer, sin ganas, sin poder concentrarme, sin poder
dedicarle toda la atención que los libros merecen, así que desistí, volviendo a
sumirme en la tristeza de saberme el único niño del pueblo que no estaría
presente en la fiesta. ¿Por qué? ¿Por qué, Dios mío, por qué?
Así transcurrieron dos horas, talvez, tratando de encontrar una explicación
a lo que parecía no tenerla. Intenté jugar solo como solía hacer otras veces,
imaginándome mundos perfectos donde yo era el héroe, el gran protagonista, pero
tampoco dio resultado. De nuevo la angustia se estaba apoderando de mí. No
podía quedarme más allí, simplemente no podía. Yo no merecía la tortura por la
que estaba pasando en la más absoluta soledad. “La fiesta ya debe de haber
comenzado”, especulé y, casi sin detenerme a pensar, como si mi voluntad ya no
me perteneciera, me levanté dejando el libro sobre la hierba y me dirigí, en un
estado de semi-inconsciencia, al pajar desde donde, por la mañana, había
presenciado las disposiciones del cumpleaños. Llegué sin hacer ruido y lo que
vi fue como un puñal que se hundía en mi carne lenta y despiadadamente para que
el dolor fuera aún mayor, puñal que no parecía tener fin. Todos los niños se
encontraban ya allí: Ricardo, Teresa y todos los demás, gritando, brincando,
felices como sólo viéndoles podría uno imaginarse. En la mesa no quedaba
espacio ni para colocar un simple vaso más. Había todo lo que yo había supuesto
y mucho más. Yo no había visto nada parecido en toda mi corta vida, ni tan
siquiera en las fiestas patronales en honor a San Antonio, el trece de junio.
Me quedé observando el espectáculo, la algarabía de los niños y adultos,
mientras las lágrimas volvían a mis ojos al tiempo que yo luchaba, sin éxito,
por contenerlas. Lloré y lloré, con la boca cerrada para no hacer ruido alguno,
lo que podría delatarme, para mi vergüenza.
En el momento que vi la oportunidad, salí corriendo de detrás del
arado sin poder contener el llanto, con el puñal hundiéndose cada vez más en mi
pecho, matándome poco a poco y corrí y corrí como nunca antes había corrido,
mezclándose el sudor y las lágrimas sin saber ya qué era lo uno y qué lo otro.
Por primera vez no pensé en mi abuela, giré a la derecha y luego a la
izquierda, subí las escaleras de casa de dos en dos, para mi sorpresa, y seguí
corriendo hasta mi cuarto para, acto seguido, desplomarme como un peso muerto sobre
mi cama. Continuaba llorando como si mis lágrimas provinieran de un enorme
grifo imposible de cerrar. Me acurruqué en mí mismo tratando de encontrar
alguna forma de consuelo pero resultó ser en vano. Mis ojos debían de estar
hinchadísimos, mi rostro completamente mojado y yo intentaba retirar mi lloro
con mis manos pero, una vez más, sin conseguirlo. Sollozaba, gemía, y casi
temblaba de dolor y decepción, de desconsuelo y de desolación, olvidado por
todos, como si no existiera, como si alguien estuviera queriendo castigarme por
algo que no había hecho. La desazón no me dejaba encontrar las palabras
adecuadas para explicarme lo que estaba pasando, para tratar de calmarme al
menos por unos instantes.
Mi abuela debió de percatarse de que había subido a casa y me
encontraba en mi cuarto pues unos segundos después apareció junto a mi lecho
sin que yo lo percibiera, como si las tablas del suelo, siempre delatoras de
cualquier llegada, hubieran decidido permanecer mudas temporalmente permitiendo
así su entrada silenciosa.
Se sentó muy lentamente en el borde de la cama, extendió su mano y me
acarició suavemente, como si, en el fondo de su corazón, compartiera mi dolor
conmigo sin saber aún las causas que lo habían provocado. Continuó alisando mi
cabello con la misma dulzura con que siempre lo hacía, callada, esperando el
momento propicio para quebrar con palabras el doloroso silencio, roto apenas
por mis sollozos incontrolables. Al poco, sin levantar su mano de mi rostro, se
atrevió a hablar:
- ¿Qué te pasa, mi amor? ¿A qué se deben esas lágrimas que hasta a mí
me duelen y que, por tu actitud de estos últimos días, eran casi previsibles a
pesar a pesar de tus esfuerzos para impedir que yo me enterara, evitando así mi
propio sufrimiento? – dijo dulcemente mirándome a los ojos.
Yo sabía que ella intuía mucho más de lo que yo creía dejarle ver pero
ya no tenía remedio. Me había venido abajo y no podía dejarla continuar en ese
suspense en el que habría vivido aquellos dos últimos días y que yo había
propiciado a pesar de que mis intenciones fueran bien diferentes. Le conté
todo, absolutamente todo, entre sollozos, hablando despacio y entrecortadamente,
esforzándome en no llorar más y una vez más, sin éxito. Le hablé de la fiesta
de Luis; de la angustia que había sentido a la espera del convite que nunca
llegó; de los preparativos que había presenciado desde el pajar de Cruz; del
cumpleaños que se estaba celebrando en esos mismos momentos y en el que, de
todos los niños de Laiseca, sólo faltaba yo; del nudo que sentía en el pecho y
que tan sólo el llanto conseguía aliviar; de las dificultades que había tenido
las dos noches anteriores para conciliar el sueño, esperando lo que nunca
habría de llegar, aunque no acabara de creérmelo. Le pregunté que era lo que
había hecho mal, por qué, de repente, todos parecían haberse olvidado de mí.
Llegué incluso a preguntarle si era un mal nieto o un mal hijo o si mi
comportamiento no era lo suficientemente bueno. Ella escuchaba con todo su
corazón, haciendo suyos mi dolor y mi tristeza. Yo deseaba que mis lágrimas no
la contagiaran pues, sin duda, habría sido mucho peor para ambos. Sus manos
continuaban acariciándome con más ternura, si cabe, hasta que, por fin rompió
su silencio y me dijo tan serenamente como pudo:
- Hijo, entiendo lo que estás pasando. Las personas, a veces, nos
causan daño, nos hieren profundamente sin apenas darse cuenta, ajenas a nuestra
sensibilidad, nuestros deseos o nuestras esperanzas, a todo cuyo centro no sean
ellas mismas. Siempre ha sido así desde el inicio de los tiempos y dudo mucho
que algún día sea de otra manera. Los que, como tú, que jamás hubieran hecho
nada semejante, son víctimas del descuido, del olvido, como en este caso,
sufren más aún descubriendo el lado oscuro de esta vida nuestra que nos trae y nos
lleva a su antojo sin que podamos controlar sino una pequeña parte de ella.
Cuando es dulce, lo es mucho pero cuando la amargura llama a nuestra puerta, no
hay cerrojo que pueda impedir su entrada. Tú lo has intentado, has querido
continuar viviendo en el lado tierno de la vida, tan tierno como tú, pero,
desgraciadamente, ese cumpleaños, esa fiesta o lo que quiera que sea, te ha
mostrado lo que más tarde o más temprano debías aprender: algunas personas se
olvidan de quien, en muchas ocasiones, más merece ser recordado. Y no, mi
ángel, no pienses que tiene algo que ver contigo ni que eres tú el que ha
errado en algo, y muchos menos aún se te ocurra pensar que eres un mal nieto o
un mal hijo. Tú eres nuestro orgullo, el de tus padres y el nuestro y te queremos
por encima de todo. No, cariño, el problema no eres tú sino de ellos que
carecen de lo que a ti te sobra: sensibilidad.
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