Y poco a poco se fue alejando
por el mismo sendero por el que juntos habíamos venido esa misma mañana. En
apenas unas horas, estaría de nuevo en casa, con mi padre y mis hermanos, pero
sin mí. Por un momento me sentí triste pero luego pasó.
Subí a casa y me dirigí al
que siempre había considerado mi cuarto, donde mi madre me había tenido, y miré
minuciosamente cada rincón: el viejo armario apolillado soportando aún, estoicamente,
el paso del tiempo con aquel olor inconfundible a alcanfor con el que siempre lo
relacioné y que parecía eterno; las dos camas gemelas separadas apenas por una
simple mesilla de noche a juego con el armario y casi en el mismo estado; el
suelo que en algún momento de su ya larga vida habría sido, sin duda, una fina
tarima de madera y que ahora chirriaba a cada paso que yo daba, lo que, por
cierto, lejos de incomodarme, me resultaba extraordinariamente divertido, hasta
el punto de que, a menudo, palpaba con mis pies las tablas más sueltas y
saltaba sobre en ellas para que el ruido fuera, cuando menos, tan estridente
como mis propias carcajadas. Aquel cuarto, resto de tiempos mejores, era mi
lugar, mi territorio y, aunque nunca se lo había dicho a nadie, yo sentía que
todo el mundo lo sabía por no sé qué extraña empatía. Había, además, un
elemento que convertía este dormitorio tan corriente, por otra parte, en un
paraíso de armonía y paz y que no era sino la gran ventana que se encontraba al
lado derecho de la puerta y cuyas contraventanas, al abrirse, dejaban entrar
maravillosos juegos de luces, como si el sol estuviera siempre de buen humor y
quisiera compartirlo conmigo, sólo conmigo, o así quería creerlo yo.
Por no sé qué razón, los
rayos de ese sol juguetón que se filtraban por esa mi ventana, se prendieron en
mí de tal forma que, incluso hoy, si cierro los ojos, puedo aún recrear el
enorme placer que despertaba en mí el primer calor de la mañana. Hasta mi
abuela parecía haber reparado en la estrecha relación que había nacido entre
aquella ventana, que pasaba desapercibida para todos, y yo, y cada mañana, bien
temprano, como era costumbre en aquella casa, se acercaba de puntillas y, sin
decir una sola palabra, abría lentamente las contraventanas, ya viejas, dejando
paso a la luz que iba dibujando la habitación con las formas más curiosas hasta
alcanzar mi rostro con su tibieza. Era entonces, y sólo entonces, cuando el
sueño se desvanecía y mis ojos comenzaban a abrirse perezosamente a la vez que
mi sonrisa ya intuía la presencia de mi abuela en mi refugio de luz. Luego,
ella se acercaba despacio, sin hacer ruido, en silencio, como si esperara a que
fuera yo el que profiriese las primeras palabras, lo que para ella sería
muestra inequívoca de que ya estaba despierto. Así era siempre, ineludiblemente
igual, maravillosamente rutinario y yo sentía que estar en el cielo debía ser
muy parecido a la sensación que experimentaba todos los días en aquel mi viejo
dormitorio con mi abuela y el sol por testigos.
Así fue mi primer despertar
y así serían todos los demás que siguieron. La rutina matinal pasaba por la
higiene personal que llevaba a cabo en el lavabo del fondo del balcón donde
había aparecido mi abuela a mi llegada. Ella insistía en que me frotara bien
por detrás de las orejas, que usara jabón para lavarme la cara y prestara
especial atención a las legañas que , según ella, a veces por descuido, hacían
que un niño guapo como yo pareciera feo y desaseado. Yo seguía cada uno de sus
consejos al pie de la letra, entre risas que no podía contener. Después
pasábamos a la cocina, donde el olor a pan recién asado estimulaba mi apetito
como si llevara varios días sin comer. Mi abuela, parsimoniosamente, iba
cortando las rebanadas, todas iguales, y yo, sentado a la mesa, aguardaba
impaciente el momento de hundir aquel manjar cubierto de Natacha en el tazón de
Cola-Cao que se encontraba, ya caliente, frente a mí. Ella, a veces, desayunaba
conmigo si bien nunca fue una mujer de mucho comer pero debía comprender que mi
deleite sería mayor al ser compartido. Comíamos en silencio, despacio, sin
dejar de mirarnos, riéndonos sin saber por qué. La alegría no cabía en mi pecho
siempre que esto ocurría, lo que era muy a menudo.
- ¿Qué vas a hacer hoy,
cariño? – preguntó ella.
- No sé aún. Voy a salir a
dar una vuelta a ver si encuentro a los niños que conocí el verano pasado.
Seguro que iremos a bañarnos al Machón después – dije yo, mientras continuaba
dando cuenta del suculento desayuno.
- Los niños a los que te
refieres están todos por ahí, como siempre. Además, por estas fechas ya deben
haber venido los veraneantes de la casa grande, esa que está en frente del bar
de Cruz, ¿te acuerdas? Me parece que tienen un hijo de tu edad más o menos, así
que seguro que podrás contar con un amigo más este verano. Luis, creo que se
llama. En cualquier caso, si vais al Machón, andad con cuidado ya que, a pesar
de no ser peligroso, no deja de ser un río y podría daros un susto si hacéis lo
que no debéis.
- No te preocupes, abuela.
¿Sabes una cosa? Ya sé nadar – dije orgulloso
- ¿Qué me dices? – dijo ella
fingiendo una enorme sorpresa.
- Bueno, no es que nade muy
bien todavía pero ya no tengo ninguna dificultad en mantenerme a flote y
avanzar con los brazos poco a poco. Mi padre dice, que en cuanto sea capaz de
mover los pies acompasadamente, ya lo habré conseguido del todo y es eso
exactamente lo que pretendo hacer este verano. Quiero nadar cada vez mejor
hasta poder deslizarme por el agua como si fuera parte de ella, como si fuera
un pez.
Mi abuela no pudo reprimir
la risa.
- Lo digo en serio – me
apresuré a decir medio enojado.
- Ya lo sé, mi vida, ya lo
sé y seguro que lo vas a conseguir. Tan sólo me río por la manera que tienes de
contar las cosas, poniendo el alma en ello, como si ya estuviera hecho, como si
nada ni nadie pudiera impedirte lograr todo lo que te propongas.
- ¡Ah! – me limité a decir,
luciendo esta vez la misma sonrisa que parecía no querer desaparecer de mis
labios por más de unos pocos segundos.- Entonces,- continué – voy a salir, ¿vale,
abuela?
- Vale, hijo pero no te
olvides de venir a comer a la una y media
- Todavía no tengo reloj –
dije yo.
- Ya lo sé. Casi todos los
niños irán a sus casas a esa misma hora más o menos y si tienes algún problema,
sólo tienes que preguntar la hora a cualquier persona mayor que te encuentres.
- Eso haré, entonces. Voy a
ponerme el bañador y coger la toalla.
Unos minutos después me veía
bajando las escaleras al trote, alegre como unas castañuelas, dispuesto a vivir
todas las aventuras a las que un niño de siete años y cuatro meses tuviera
derecho.
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