Mi abuela se asomó al balcón
y yo agité mis manos al aire en un gesto de despedida a lo que ella respondió
de la misma manera. Atravesé el sendero que daba a la taberna de Agustín a
saltitos y giré a la izquierda para tomar la carretera principal arrastrando
los pies y con ellos la gravilla que en ella estaba esparcida, en un juego solitario
y personal. Poco importaba si iba por la derecha, la izquierda o el medio de la
carretera pues si uno se sentara a uno de sus bordes al amanecer y permaneciera
allí sentado hasta bien entrada la noche, bien podría no ver pasar ni un solo
coche en todo el día, tan sólo algunas bicicletas, al alcance de pocos, y
algunas carretas de labora tiradas por mulas o asnos cansados ya de tantos años
de duro trabajo en el campo. Giré de nuevo a la izquierda en el bar de Cruz y
me dirigí hacia el río, no sin antes pararme por unos segundos en la ermita de
San Antonio y las ruinas de lo que, según decían, un día había sido una plaza
de toros. Me dispuse a cruzar el puente pero antes de llegar al otro extremo,
me detuve y miré hacia abajo, viendo a través de las nítidas aguas enormes
peces a los que todavía no sabía ponerles a todos nombres. Los más grandes me
parecían barbos y los más pequeños bermejuelas. Los otros, de diferentes formas
y tamaños no los conocía aunque seguían pareciéndome tan atrayentes como los
conocidos o más, con su lento nadar, seguramente, imaginaba yo, disfrutando de
las suaves caricias del agua que en esa zona del río siempre bajaba lenta y
mansamente y como si los peces, sabiéndolo, se dejaran masajear para no
desperezarse del todo.
Continué en dirección al
campo de la Galiana dando los buenos días a cuantas personas me encontraba por
el camino, jóvenes y menos jóvenes, sin parar de brincar y con mi toalla debajo
del brazo. De repente una aldeana vestida de gris oscuro, como si estuviera de
semi-luto, con un enorme sombrero de paja en la cabeza y una no menos enorme
cesta de mimbre en el brazo, se dirigió a mí:
- Buenos días, chavalín
-. Buenos días, señora –
repliqué yo.
- Tú no eres de aquí, ¿verdad?
- No, señora, bueno… pero
nací aquí así que, de alguna manera, se puede decir que sí soy de aquí, ¿no le
parece? Estoy pasando el verano con mis abuelos.
- ¿Con tus abuelos? ¿Cómo se
llama tu abuela? – quiso saber ella.
- Maura – respondí yo sin
titubear.
- Maura, ¿eh? Así que tú
eres nieto de Jesús Velarde, ¿no es eso?
- Sí, señora, eso mismo.
- Y ¿cómo te llamas, hijo?
- Yo también me llamo Jesús,
como mi abuelo – respondí con cierto orgullo
- Vaya, hombre, qué
coincidencia, ¿no?
- Por lo que me han contado,
de coincidencia no tiene nada – respondí alegremente – Cuando nací yo, parece
ser que mi abuelo insistió tanto en que me pusieran su nombre que, me temo que
mis padres no tuvieron elección. Y es que mi abuelo es más terco que una mula y
siempre consigue lo que quiere o eso es lo que dice mi abuela – dije yo entre
risas. – De todas formas, a mí me parece un nombre muy bonito. ¿A usted no?
- Sí, hijo, sí, ¿cómo no? Es
un nombre precioso – respondió sonriendo abiertamente, como si yo tampoco le
hubiera dejado elección alguna. – Y ¿a dónde vas ahora, cielo? – quiso saber
- Voy al campo de la Galiana
a ver si encuentro algún niño y luego, supongo, nos iremos a bañar todos en el
Machón, pero debo esperar por lo menos una hora y media antes de meterme en el
agua hasta que me haga digestión el desayuno.
- Eso me parece muy bien,
Jesús. Hay que guardar las horas necesarias antes del baño en el río por lo que
pueda ocurrir.
- Sí, eso es lo que me dice
mi madre y yo siempre la obedezco.
- Pareces un buen niño. Tus
padres deben estar muy orgullosos de ti.
- Muchas gracias, señora.
Espero que sí – dije, luciendo la mejor de mis sonrisas.
- Ahora debo irme, hijo.
Seguro que nos veremos otras muchas veces. Este pueblo no es muy grande, como
ya debes saber. A propósito, los niños que están buscando están, efectivamente,
en la Galiana, jugando al balón así que vas en la dirección correcta. ¡Ah! Una
cosa más. Me llamo Carmen.
- Mucho gusto, señora Carmen.
Claro que nos volveremos a ver muchas veces. Me voy a quedar aquí un mes
entero.
- ¡Qué bien! Espero que te
diviertas mucho.
-
Muchas gracias, de nuevo. Yo también lo espero. Ahora, si me disculpa, yo
también me voy.
- Pues hasta otra, Jesús.
- Hasta luego, señora
Carmen.
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