Así
transcurrió el jueves, yo aguardando como un bobo, con un único pensamiento en
mi cabeza, esperando escuchar las palabras mágicas que acabarían con la zozobra
que había tomado cuenta de todo mi ser. Aquella noche, al llegar a casa, hablé
mucho menos de lo que en mí era común y, tras una ligera cena, di un beso a mis
abuelos y me fui a dormir con la esperanza de que el sueño pusiera todo en su
debido lugar. ¡Cuán equivocado estaba! Pasé la noche en un constante duermevela,
inquieto, sin parar de dar vueltas en la cama y sin poder apartar de mi mente
el hecho de que al día siguiente ya sería viernes y si no ocurría lo que yo
tanto deseaba, no iba a conseguir librarme de aquella sensación tan horrible y
que tanto dolía. Era un dolor hueco, diferente al físico que, en algunas pocas
ocasiones ya había sentido y para el que, a diferencia de éste, no había
medicina que yo conociera o de la que hubiera oído hablar.
El tibio
sol de la mañana del viernes, cuando mi abuela abrió lentamente las
contraventanas de mi cuarto, no tuvo en mí el mismo efecto que en los días
anteriores. Me sentía cansado, angustiado, triste, solo, profundamente ansioso
y ni tan siquiera el jaranero trino de los pájaros consiguió devolverme la paz
y la algazara con las que me despertaba a diario.
Yo
continuaba mostrándome cariñoso con mi abuela pero mi cabeza estaba muy lejos
en esos momentos y ella lo sabía, aunque callara. Sí, yo estaba seguro de que
lo sabía.
Ese viernes fue aún más
angustiante que los días precedentes. Era la víspera del gran día, mi última
oportunidad. Lo que tuviera que ocurrir, tendría que ser ese día, de lo
contrario podía ir olvidándome de la fiesta, de los bizcochos, de la música, de
los pasteles, de todo…Las horas se sucedían lánguidamente, como si pidiendo
permiso las unas a las otras, como si de extraño complot se tratara para
alargar lo que, a mis ojos, no era sino una indolente agonía. Aún me restaban
esperanzas, aún existía la posibilidad de que las invitaciones se hubieran
pospuesto hasta la víspera, talvez para que no tuviéramos que preocuparnos con
los regalos que nunca deberían faltar a quien cumple años. Talvez
los padres de Luis, haciendo gala de una sensibilidad exquisita, habían pedido
a Luis que no convidara a nadie hasta el viernes, siendo como todos nosotros
éramos de orígenes muy humildes, con el único objetivo de evitar gastos
innecesarios a nuestras respectivas familias. Sí, eso tenía sentido y decía
mucho sobre el tipo de personas que eran los padres de Luis, de su
consideración hacia los menos agraciados económicamente.
Nosotros continuábamos jugando a los viejos juegos de siempre y a los
nuevos inventados, nadando en el Machón como si nada estuviera sucediendo,
esperando yo que en cualquier momento Luis se dirigiera a todos nosotros e
hiciera lo que sus padres le habían pedido que hiciera. Llegó la hora de comer
y nada. Volvimos a salir a la tarde, jugamos al escondite en los alrededores
del Solar, regresamos a la Galiana y mi cabeza continuaba hirviendo sin dejar
que me concentrara en nada. Los demás niños se mostraban ajenos a todo, incluso
a mí, o eso creía yo. Nada había cambiado en su comportamiento. Continuaban
retozando, riendo, bromeando, chapoteando en el agua, haciéndose aguadillas los
unos a los otros con la misma hilaridad de siempre. ¿Ya les habría invitado
Luis? ¿A todos menos a mí? ¿Por qué, Dios mío, por qué?
Mi corazón no paraba quieto ni un instante, latiendo con toda su
fuerza a ritmo acelerado como si quisiera salirse de mi pecho. Yo no podía más,
no podía más, no podía más...
Volví a casa, caminando despacio, mirando las piedras del camino. Luis
todavía podría acercarse a mi casa el sábado por la mañana, o sus padres, e
invitarme personalmente. Entre las personas con dinero no era infrecuente,
según había oído decir no sé dónde. Yo me esforzaba en pensar en alguna otra
cosa pero no lo conseguía de ninguna de las maneras. Era una mezcla de
inseguridad, miedo, angustia y no sé cuántos sentimientos más cuyos nombres aún
desconocía y que tan sólo sabía sentir.
Llegó el sábado, el gran día, el día D, el día más importante para
cualquier niño de Laiseca. Desayuné, aunque sin hambre, y dirigí mis pasos
hacia el bar de Cruz, justo en frente de la casa de Luis. A pesar de no ser
todavía las nueve ya había un gran movimiento en el exterior, donde se llevaría
a cabo la conmemoración. Permanecí escondido en el pajar colindante, observando
cómo varios adultos trabajaban con maña en la preparación de lo que luego sería
el decorado del festejo, colocando hilos de bramante desde el balcón hasta los
postes de la luz de los que pendían preciosas banderitas de todos los colores y
formas en todas las direcciones. La enorme mesa verde presidía el patio y a
ambos lados de ella, se encontraban dos largos bancos, igualmente verdes, para
los convidados a degustar lo que a mí se me antojaban manjares y que, con toda
seguridad, ya estarían preparando las mujeres en el interior de la casa. Yo
continuaba escondido detrás de un viejo arado lo suficientemente grande para
que nadie pudiera verme y hasta creí poder sentir el delicioso olor a chocolate
y bizcochos que emanaba de aquella casa, o ¿fue, quizás, otro truco de mi mente
ya turbada? Permanecí en el mismo lugar, inmóvil, como si me hubiera quedado
dormido y estuviera viviendo lo que, en cualquier momento podría convertirse en
una pesadilla, sólo que esta vez sería real. Seguía sin entender las razones
por las que Luis, o sus padres, o quien fuera, me habían dejado al margen de la
fiesta. ¿Qué había hecho yo para merecer eso? ¿Por qué yo? ¿Por qué se había
tratado el asunto en los días precedentes de esa manera tan rara, como si no
existiera o, quizás, como si fuera un secreto que nadie quería compartir
conmigo? ¿Por qué nadie hablaba del cumpleaños de Luis? ¿Sería una broma, de
mal gusto, por otra parte, y que acabaría en cuanto menos me lo esperara? Aún
había tiempo y mi naturaleza optimista y confiada no descartaba la posibilidad
de que el dichoso convite llegara, aunque fuera apenas diez minutos antes de la
bendita celebración.
Estos eran mis pensamientos cuando, un tanto cansado de esconderme
detrás del arado como si fuera un ladrón, decidí irme pero no a casa. Mi abuela
debía creer que todo estaba bien y yo no quería causarle ninguna tristeza,
menos aún cuando todavía no estaba todo perdido. Caminé hasta la fuente de la
primavera que tan bien conocía, bebí abundantemente de ella y me alejé, poco a
poco, paso a paso, hacia los prados altos buscando la sombra fresca donde era
posible, pues aquel día el sol picaba más que de costumbre, luciendo ufano en
el cielo, aunque esta vez no fuera a mí a quien estuviera guiñando el ojo.
Deambulé por los campos, pensativo, azorado, desilusionado, afligido y cabizbajo
como nunca antes en toda mi vida. Me senté bajo un frondoso chopo, apoyando mi
espalda contra su tronco. Por unos minutos, sentí que estaba solo en el mundo
acompañado apenas por el trinar de los pajarillos que formaban parte de cada
uno de los rincones de Laiseca. Tomé en mis manos una margarita y me vino a la
cabeza el viejo juego del “me quiere, no me quiere” y pensé en hacer lo mismo,
sólo que el “me quiere” significaría que sí sería invitado a la fiesta y el “no
me quiere” que no. Casi sentí miedo de comenzar ya que, tal y como estaban las
cosas, si el resultado fuera negativo, bien sería yo capaz de tomármelo más en
serio de lo que debía, aún sabiendo que no pasaba de un juego infantil y cuyo
resultado no tendría influencia alguna en lo que habría de ocurrir después. De
cualquier forma, fui deshojando la margarita pausadamente, sintiendo cómo mi
ansiedad aumentaba por momentos a medida que iban quedando menos pétalos presos
en ella. Continué: “Me quiere, no me quiere, me quiere, no me quiere, me quiere...”
De repente me detuve, acongojado. No merecía la pena continuar. Tan sólo le
restaba un pétalo a la flor por lo que el resultado era más que evidente. Me
quedé allí, escondí mi cara entre las rodillas y sentí una lágrima furtiva
deslizarse por mi mejilla, contra mi voluntad. Al poco vino otra y luego otra y no sé cuántas más después. Estaba
llorando todo lo que no había llorado hasta entonces, limpiándome los ojos como
podía al no disponer de pañuelo, con las manos, en un desesperado intento de
que mi llanto cesara. Sin embargo, cuanto más lo intentaba, más lloraba. El
lloro dio paso a los sollozos y, después, a una cierta tranquilidad ya que, sin
yo saberlo, aquellas lágrimas incontenibles habían, por fin, deshecho el nudo
que llevaba formado en mi pecho desde el jueves.
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