Yo, desconocedor hasta
entonces de lo que era sentir vergüenza en público, no me hice de rogar y
acepté al instante con plena aprobación de mi abuelo. El Sr. Chuleta se encargó
de todo. Me subió en una de las grandes mesas de madera donde se jugaba al tute
y pidió, con cierta autoridad, que todo el mundo se callara. Así lo hicieron y
yo, por unos minutos, me sentí el rey del mundo. Canté una vieja canción que
había aprendido, palabra por palabra, de la radio, moviendo los brazos y los
pies al ritmo de la música, cerrando los ojos cuando así lo requería la letra
en un esfuerzo de expresar el más hondo sentimiento, entregándome en cuerpo y
alma a lo que estaba haciendo y que tantas veces había hecho en la soledad de
mi cuarto frente al espejo del armario que olía a alcanfor. Mi público me miraba boquiabierto por la
sensibilidad y emoción que brotaban de mi garganta, poco propias de un niño de
mi edad que nunca se había visto delante de una audiencia silenciosa,
pendientes de mí, sólo de mí. Cuando hube terminado, abrí los ojos, como si
estuviera regresando de un trance y volví a mi postura natural, sin parar de
sonreír, enormemente complacido por lo bien que lo había hecho. Sí, me sentía
orgulloso, muy orgulloso de mí mismo. Tras un breve silencio, el Sr. Chuleta se
puso en pie y lanzó los primeros aplausos, a los que se unieron los de todos
los demás que allí se encontraban. Yo no cabía en mí mismo. ¿Lo habría hecho
tan bien, de verdad? Permanecí de pie en la mesa hasta que los asistentes, un
rato después, dejaron de aplaudir. No podía pedir más ante la mirada de orgullo
de mi abuelo como si estuviera queriendo decirles a todos ellos: “¿Os dais
cuenta? Ese chavalillo que está ahí, encima de la mesa, es mi nieto, el nieto
de Jesús Velarde. ¿Qué os parece?”
Todo podría haber acabado
así y yo habría tenido mi día de gloria pero no, aún faltaba algo más, algo
tremendamente inesperado pero que de la manera en que se llevó a cabo pareció
de lo más natural. El Sr. Chuleta se quitó la boina y dirigiéndose a todos con
su voz ronca, dijo:
- No os pensaréis que el
espectáculo que nos ha dado este niño nos va a salir gratis, ¿verdad? A los
artistas, que yo sepa, se les paga, así que ya podéis ir aflojando el bolsillo
y ni se os ocurra intentar haceros los suecos, ¿eh?
Él mismo colocó en la boina
las primeras cinco pesetas y la fue pasando por el bar sin que nadie pudiera
escaquearse. Incluso Agustín contribuyó con algo aunque, por lo que a mí me
pareció, un tanto a regañadientes. Cuando todos hubieron cumplido con lo que el
Sr. Chuleta consideraba su obligación, recogió todo el dinero y me lo entregó,
con una mirada llena de cariño y una cierta admiración. Yo, al principio, me
negaba a cogerlo, a sabiendas de que todas las personas que en la aldea vivían
eran tan pobres como mis propios abuelos pero, ante tanta insistencia, no tuve
otra alternativa que aceptarlo, no sin antes agradecérselo a todos ellos desde
lo más profundo de mi corazón.
El total de lo recaudado
ascendía a cincuenta pesetas, lo que, a mis ojos, era una pequeña fortuna, una
cantidad que nunca había tenido junta en toda mi vida y que, además, ahora era
mía. Y es que, tenemos que admitir que, si el infierno, cuando a él se llega,
no tiene límites ni conoce fronteras, la gloria, aquella gloria que sólo fue
mía, tampoco.
Al poco, regresamos a casa,
con mi corazón aún dando saltos de alegría y emoción y mi ansiedad disparada
por contarle a mi abuela todo lo que me había ocurrido en tan sólo dos horas,
quizás menos. Ella me escuchaba entusiasmada, orgullosa mientras mi abuelo me
guiñaba el ojo de vez en cuando como si queriendo decirme: “¿A quién has salido
tú, cariño? Pues a mí. No podría ser de otra forma. ¿Por qué crees que insistí
tanto en que te llamaran como a mí?” Mi abuela me tomó entre sus brazos, me
besó cálidamente y el tiempo pareció detenerse una vez más. Después cené y me
acosté. Habían sido demasiadas emociones para un solo día.
Los días fueron pasando unos
tras otros con la misma placidez y encanto, como si el tiempo nos hiciera un
guiño de complicidad, como si él también disfrutara de la dulce monotonía que
se respiraba en cada esquina del pueblo sin que nada rompiera aquella
maravillosa paz. Para mí nada podía ser más perfecto. Tenía todo lo que deseaba
tener: mis abuelos, mis amigos, mis cuadernos de caligrafía a los que todos los
días les dedicaba un buen rato después de la comida, recostado en la hierba
bajo la amable sombra de la higuera de enfrente de casa. Hasta mi momento de
gloria había tenido. ¿Qué más le podía pedir a la vida en aquellos momentos?
Todo tenía y nada me faltaba, si no fuera por la nostalgia tan grande que,
ocasionalmente, me producía la falta de mi madre.
No había ya nadie en el
pueblo que no me conociera o hubiera oído hablar de mí como el nieto de Jesús
Velarde. Todos me trataban con cariño y bromeaban conmigo estuviera donde
estuviera. Yo me dejaba querer y les retribuía con lo mejor que en mí había,
con mi respeto, educación y cariño pues, de alguna manera les quería a todos
ellos, a cada uno de una manera diferente, es verdad, pero por todos ellos
sentía un enorme afecto, lo que , por la manera en que me trataban, no podía
ser sino así.
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