La rutina de mi abuela era
siempre la misma y sus quehaceres los llevaba a cabo casi sin pensar,
repetitivamente, como si fuera lo único que hubiera hecho en toda su vida. Se
levantaba con el canto del gallo y realizaba las tareas domésticas como si de
de un autómata se tratara, y luego encendía la chapa, siempre del mismo modo.
Una vez calentado el fuego, preparaba el desayuno, sin prisa alguna pues en
Laiseca el tiempo parecía haberse detenido hacía mucho ya. Entre las delicias
matutinas se encontraban mis favoritas: los
frisuelos, una mezcla de huevos, harina, agua y una pizca de sal, que ella
trabajaba lenta pero incesantemente para asegurarse de que no quedara ningún
grumo. Hecho esto, calentaba el aceite hasta llevarlo casi al hervor en una
sartén donde después freiría la deliciosa pasta en su punto justo, en formas
redondas aunque de diferentes tamaños, lo cual, por cierto, en ningún momento hacía
que el sabor mudara lo más mínimo. Tras sacarlos de la sartén, los colocaba en
un plato uno tras otro, apilados, no sin antes añadir una buena porción de
azúcar sobre cada uno de ellos. Calientes eran extraordinarios, templados aún
más y hasta fríos seguían conservando toda su textura, sabor y aroma tan
característicos. Yo nunca me cansaba de ellos y por lo que sé, tan sólo ella,
mi madre y mi tía Mercedes tenían la mano para conseguir siempre el mismo
resultado en lo que a frisuelos se
refiere, todo a ojo, sin cálculos previos, sin medidas, siempre perfectos.
Yo salía después y mi abuela
continuaba con la casa, los animales que criaba (unos pocos cerdos, unos
conejos y algunas gallinas) y con la huerta que nos suplía de casi todo lo que
necesitábamos. Con frecuencia, me pedía que fuera a la fuente a por agua, lo
que yo hacía encantado, con el botijo en la mano derecha canturreando alguna
canción que hubiera escuchado en la vieja radio de madera que presidía la
cocina. Solía demorarme un poco en la fuente, escondida entre una sombra
perenne que nunca había dejado pasar los rayos del sol y donde la temperatura
térmica podía fácilmente descender hasta diez grados o más en pleno verano,
haciendo, de alguna manera, que pudiéramos regresar al frescor de la primavera
en apenas unos minutos, con su agua helada y cristalina que saciaba la sed de
todos cuantos de ella bebían.
Mi abuela también lavaba la
ropa de todos nosotros en la Riega, un pequeño riachuelo que pasaba a pocos
metros de la casa, en el mismo lugar en el que, en un día frío de invierno,
hubiera estado lavando mi madre pocas horas antes de que yo viniera al mundo.
Ella frotaba y frotaba, arrodillada, aquellas prendas a pleno sol hasta
dejarlas inmaculadamente limpias, cargando después todas ellas en un viejo
barreño de aluminio, no sin esfuerzo, para luego colgarlas en el balcón, donde,
en aquel calor que parecía meterse hasta el alma, se secarían mucho más rápido
de lo que ella había tardado en lavarlas.
El planchado era igualmente
sufrido ya que de la única plancha de que disponía, de hierro puro, tenía que
ser calentada al fuego primero para que pudiera deslizarse con cierta suavidad
por la ropa ya seca, proceso que tenía que repetir una y otra vez ya que la
plancha no conservaba el calor por mucho tiempo. Lo hacía sin quejarse, como
siempre lo había visto en mi madre, muchas veces conmigo a su lado, sentado en
una banqueta de la cocina, charlando de nuestras pequeñas cosas lo que, creía
yo, hacía su trabajo ligeramente menos penoso.
Así pasaba mi abuela la
mayor parte de las horas de vigilia sin que por ello su humor tuviera cambios
perceptibles.
Mi abuelo, sin bien tenía
poco que ver con mi abuela salvo el enorme cariño que sentía por mí, pasaba el
día fuera, trabajando, decía él, lo que yo creía firmemente hasta que un día
percibí una mirada de incredulidad y de cierto reproche por parte de mi abuela,
lo que me llevó a tener dudas a mí también. Llegaba tarde a casa, nunca directo
de lo que él llamaba “trabajo”,
pasándose por las dos tabernas del pueblo, si bien era la de Agustín la que
parecía ser de su preferencia. A partir de las siete de la tarde era difícil
encontrar en ella a alguien que no fuera hombre, jugando a las cartas y
bebiendo vino, siempre vino, al que mi abuelo era especialmente aficionado y
que, sin duda, le convertía en uno de los mejores clientes. Él era menudo,
delgado y extremadamente parlanchín, sobre todo después de unos cuantos tintos,
pero también era locuaz, imaginativo y contagiosamente alegre por lo que, a
pesar de todo, no sólo era muy conocido sino también muy apreciado. Cuando el
vino ya había surtido efecto, no era infrecuente que se echara a cantar en
medio del bar, con su voz agradable, rítmica y melodiosa que hacía que el resto
de los feligreses permanecieran en silencio, medio extasiados, al escuchar
aquella voz que no parecía salir de la garganta de un simple obrero que había
tomado una copa o dos de más. Y es que, pocos sabían que en su juventud le
habían propuesto dedicarse a la música de manera profesional, lo que declinó
porque tendría que irse a vivir a Francia, o, quizás, simplemente, porque nunca
había sido capaz de concentrarse en nada y él, en su corazón, lo sabía. Sabía
de sus inconstancias y, acaso tuviera miedo de fracasar o peor, talvez: de
decepcionar a quienes querían depositar semejante confianza en aquel chorro de
voz que a él, y sólo a él, pertenecía.
No sé por qué extraña razón,
yo también me habitué a hacer todo cantando hasta bien entrada mi adolescencia.
A veces, me llevaba al bar con él, no sé si como su acompañante o como el perro
guía que le mostraría el camino de vuelta a casa después de tanta bebedera. Yo
permanecía allí, en silencio, entre los rudos labradores, tomando mi vaso de
limonada hasta que el Sr. Chuleta, (nunca llegué a saber el porqué de ese mote,
o ¿sería su apellido? No, no creo. Demasiado extraño, ¿no?) sugirió que fuera
yo el que cantara. Mi abuelo era conocedor de mis ciertas dotes para la música
por lo que él mismo me animó a demostrar a “aquella cuadrilla de pueblerinos”,
según sus palabras, cómo cantaba el nieto de Jesús Velarde.
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