- ¿Qué? – grité yo
- Ya puedes subir, cariño. Corre, ven...
Y si más dilación, di media vuelta y corrí todo lo que pude por el
mismo camino que allí me había llevado. Subí las escaleras por tercera vez ese
día y fui directo a la cocina donde, suponía, estarían esperándome mis abuelos.
Al llegar, me detuve en la puerta, sin entrar. No me lo podía creer. Lo que
antes no pasaba de una simple cocina de una simple casa de una simple aldea,
era ahora un lugar maravilloso, perfumado y aromático que hubiera salido de uno
de mis libros de cuentos. Mi abuela había sacado el mantel de encaje que
guardaba con sumo cuidado para las ocasiones más especiales, y esta lo era,
haciendo que la mesa luciera con luz propia. Había globos de varios colores
esparcidos por la estancia. Olía a frisuelos
y a chocolate y a pastas de Guillón
y a galletas y a una bebida que, segundos después supe, era mi favorita: Mirinda de naranja. Todo eso, en grandes
cantidades, se encontraba dispuesto sobre la mesa, colocado con gusto,
armoniosamente, de tal forma que era un deleite para los sentidos. Me emocioné
y salí al encuentro de mi abuela que no estaba sino a unos pocos pasos de mí,
junto a mi abuelo que, callado, no cesaba de sonreírme. Abracé con toda mi alma
a mi abuela y luego a mi abuelo y luego a los dos a la vez, limitándome apenas
a decir:
- Gracias, abuela. Gracias, abuelo. No sabréis nunca la felicidad tan
grande que me habéis proporcionado. Muchas gracias a los dos. Os quiero
muchísimo...
Y sin poder evitarlo, las lágrimas vinieron nuevamente a mis ojos como
si hubieran permanecido agazapadas para volver a hacer acto de presencia otra
vez, sólo que ahora no eran de tristeza ni de aflicción sino de alegría y de un
profundo agradecimiento que nunca hubiera sabido expresar con palabras.
- ¡Venga, so tonto! ¿A qué estamos esperando? – bromeó mi abuelo
mientras retiraba de la boca su eterno Celtas al que estaría asociado en mi
mente durante años y años.
Y los tres nos lanzamos como lobos hambrientos a la degustación de
aquel festín pantagruélico que nos esperaba impaciente. Comimos, bebimos y
charlamos entre constantes muestras de cariño y de complicidad. Mi abuelo, en
otras circunstancias, habría lanzado toda su ira contra Luis, sus padres y toda
su familia pero, talvez persuadido por mi abuela, no hizo ningún comentario que
no tuviera que ver sólo con nosotros tres. Su actitud, el cariño de ambos y
aquella mesa cubierta de tantas delicias que le hacían parecer mayor fueron
calmando mi dolor hasta que pasara a convertirse en un recuerdo, agrio unas
veces, indiferente otras, inexistente las más pero recuerdo al fin y al cabo.
En cuanto eso, la radio nos hacía compañía alegrando más aún si cabía
la escena que se estaba grabando en mi corazón a fuego. En esos momentos el
mundo exterior desapareció de mi mente y, de nuevo, fui feliz, como siempre lo
había sido aunque ahora conociera el otro lado de la moneda.
Cuando llegó la hora de acostarme, lleno de tantas cosas ricas que
había comido, con la radio aún encendida, abracé nuevamente a mis abuelos y,
sin decir nada esta vez, les agradecí con todo mi corazón no ya la parte física
de la merienda-cena sino el peso tan grande que habían arrancado de mi alma con
apenas cariño, mucho cariño, lo que nunca me habría de faltar. Esa noche dormí
el sueño de los justos. Nada me turbaba ya. Sabía quién era, quién me amaba de
verdad, quién sabía calmarme y devolverme a mi ser cuando creí que no había
vuelta atrás. Dormí plácidamente, profundamente y no recuerdo haberle dedicado
ni un solo pensamiento más a la fiesta de Luis. Estaba curado, era eso lo único
que sabía. Mis abuelos me habían curado.
A la mañana siguiente me desperté con la misma placidez que siempre me
había proporcionado aquel cuarto, con el sol entrando delicadamente por mi
ventana, rebosante de alegría y con mi abuela sentada en el borde de la cama,
como siempre, esperando a que fuera yo el primero en hablar para así estar
segura de que estaba despierto. En mi rostro no había ya nada que pudiera hacer
recordar la angustia tan terrible por la que había pasado. Era yo otra vez, el
niño risueño a pesar de los amargos acontecimientos que habrían de
desarrollarse años después y que me cambiarían para siempre.
Nadie habló más del asunto. Yo seguí saliendo y haciendo mi vida
normal sin importarme ya los motivos que habían llevado a Luis o a sus padres a
marginarme del modo en que lo hicieron.
Pocos días después llegó mi madre a recogerme. Sentí pena porque eso
significaría tener que dejar solos a mis abuelos pero no pude contener mi
alborozo al ver a mi madre aproximándose a la casa.
- ¡Mamá! ¡Mamá!
Y antes de que tuviera tiempo de reaccionar me eché en sus brazos,
lleno de amor y nostalgia, abrazándola tan fuerte como mis aún pequeños brazos
me lo permitían. Ella se dejaba hacer, entre risas, ante el ímpetu de su hijo
varón más joven y para quien ella lo era todo.
Mis cosas estaban ya preparadas y el tiempo era siempre breve cada vez
que mi madre venía a Laiseca: una casa entera con un marido y otros tres hijos
la esperaban.
Comimos con mis abuelos lo que sería mi última comida con ellos aquel
verano, charlando sobre todo, omitiendo tan sólo el episodio de la fiesta de
Luis que, sin duda, mi abuela le habría contado a mi madre hasta el más mínimo
detalle y que ella, para no remover penas, nunca comentó conmigo, talvez, si
acaso, con mi padre.
A eso de las cuatro ya estábamos listos para emprender el camino de
vuelta, con mi vieja maleta en la mano, mi ropa perfectamente plegada y
ordenada, mis cuadernos de caligrafía acabados y mis libros de cuentos leídos.
Nos despedimos efusivamente de mis abuelos, mi madre me tomó de la mano y nos
fuimos perdiendo, poco a poco, entre los campos y senderos, camino de la
estación. Yo, cuando la distancia era pequeña aún, giraba la cabeza y agitaba
la mano, diciendo adiós a mis abuelos hasta que, unos minutos después, no fue
posible verles más.
Llegamos a la estación, mi madre compró los billetes y permanecimos un
rato sentados en un viejo banco de madera descolorida a la espera del tren que
nos llevaría a casa. No se hizo esperar ese día. Subimos, yo me acomodé junto a
la ventana y mi madre a mi lado sin soltarme la mano como en ella era
costumbre.
- ¿Estás bien, cariño? – preguntó ella
- Sí, mamá. Estoy bien – respondí yo mientras el tren se ponía en marcha
a trompicones, como si no le quedaran ya fuerzas para continuar.
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